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23 de octubre de 2010

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17 de octubre de 2010

El Che que nos remolca

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El Che que nos remolca

José Alejandro Rodríguezpepe@juventudrebelde.cu 16 de Octubre de 2010
Por las ramificaciones nerviosas de Cuba anda Ernesto Guevara moviendo el carro de la Revolución. Sorteando obstáculos pero nunca vencido, va hoy por quebradas y senderos espinosos que él nunca imaginó, espoleando la vergüenza y el honor de este país para subir la cuesta de la redención humana.
A veces se atasca el carromato, y hay que reconsiderar el itinerario por triíllos más escabrosos. A veces la maleza se ensaña; pero allí está él, conminándonos a no detenernos nunca. Entonces, mira hacia el futuro mientras mide el terreno con sus pies. Y es cuando nos sugiere aligerar la carga soltando lastre con los dogmas, errores y torceduras; con los farsantes y bribones que tanto nos pesan para avanzar.
El Che desborda a Cuba, en la gran expedición sin fronteras que no osó conquistador alguno: la de la justicia universal para los perdedores de este mundo. Pero los cubanos vindicamos su huella, que tocó el nervio y el hueso de nuestra Revolución.
Por estos días, aunque creemos saber y sentirlo todo ya sobre el Che, nos conmovió la presentación televisiva del filme Che guerrillero, del realizador norteamericano Steven Soderbergh, y el encarnamiento del insigne revolucionario —casi como de un santo que se le montara— en la brillante interpretación de Benicio del Toro.
Estremecido ante la escena final de la película, imaginando cómo serían para él esos últimos instantes, meditaba después, sin conciliar el sueño, cuánto ha calado en la Humanidad el talante épico y guerrillero del Comandante, al punto de convertirlo en un símbolo universal.
Sin embargo, bastante poco se conoce de lo que es un patrimonio de Cuba, y un aporte original y desentumecedor del movimiento revolucionario: su condición de ministro y funcionario, de constructor riguroso de una nueva vida por sobre las ruinas del sistema derruido.
Los propios cubanos, muchas veces somos rehenes de esa escisión; y deslindamos al Che guerrillero y comandante, del jefe en las batallas más rutinarias y no menos heroicas de la paz. Como si se pudiera desmembrar al orgánico revolucionario que fue siempre el mismo; solo cambiaban los escenarios.
De ese Che que soñaba un mundo y un hombre nuevos, y pensaba y peleaba por ellos, aún quedan muchas enseñanzas por plasmar. Él sigue gravitando por sobre nuestras vidas pidiéndonos cuentas, haciéndonos preguntas que esperan por respuestas, marcándonos con raya roja lo que no sirvió y exhortándonos a dejarlo atrás para poder alcanzar la plenitud y la justicia de la Revolución.
Entre sus virtudes, tan urgidas para que Cuba hoy despeje las malezas y avance, están esas que él perpetuó desde el monte guerrillero al ministro inconforme e incansable que fue: la lealtad y el ejemplo con que siempre estuvo en la primera línea del combate y el deber, muy pegado al sufrimiento de su tropa, y posteriormente al del pueblo que adoptó: la gente común que sostiene el país. El coraje y la honestidad que ello le confería para enfrentarlo todo; la estricta consecuencia entre sus palabras y actos, ajena a todo oportunismo.
Otra impronta guevariana que nos convoca es nunca ver la obra revolucionaria como un comodín para adormecerse plácidamente y obnubilarse con lo emprendido; todo lo contrario, siempre ventilarla en diálogo con el pueblo y con ánimo crítico y autocrítico. Sin temor al debate y la polémica, con espíritu dialéctico y antidogmático.
La misma fe en la victoria que disparó en el campo de batalla, lo mantuvo bregando porque el socialismo demostrara sus plenitudes, y no se afianzara per se, si no en una obra humana, económica y social de tal calidad, que reencontrara al hombre consigo mismo y con el prójimo, sin egoísmos ni tecnocracia.
Con esos fueros, Che sigue empujando el carro de la Revolución en Cuba. Y nunca como hoy, víspera de tantos combates para salvar este socialismo y actualizarlo dejando atrás sus atavismos, la fuerza de pensamiento tan original y obra tan magnánima nos ayudarán a vencer la cuesta, si nos ayudamos a nosotros mismos. Guevarianamente.

Lo latino y el jazz

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Lo latino y el jazz
Ned Sublette • EEUU.
 
Era la primera semana de mi primer viaje a Cuba, en enero de 1990, y estaba viendo el ensayo de Irakere que tenía lugar todos los días, desde las 10 AM. hasta el mediodía, en el extenso salón de baile al aire libre popularmente conocido como La Tropical.
Era cualquier cosa menos un ensayo a puertas cerradas, había músicos y jóvenes seguidores por los alrededores, escuchando. Durante el receso vi a un niño que no llegaba a la altura de las congas de Miguel “Angá” Díaz estirarse y dar unos golpes en ella. El pianista y director musical Jesús “Chucho” Valdés cogió el bate en un juego de pelota improvisado con unos muchachos que usaban un rollo de esparadrapo por pelota, y después se sentó conmigo durante un par de minutos apresurados para concederme una entrevista. Cuando aquello yo no estaba acostumbrado a hacer entrevistas y le hice a Chucho una pregunta tonta que resultó ser grandiosa: ¿Cuál es la diferencia entre el Jazz y el Latin Jazz?
“La diferencia está en el ritmo”, soltó de golpe. Y después comenzó a hablar de la importancia del paso marítimo entre La Habana y Nueva Orleáns en el siglo XIX. Luego de orientarme el camino acertado, se disculpó y retornó a en­sayar con una banda imponente de músicos maestros.
A grandes rasgos, existen dos tradiciones musicales centenarias en el hemisferio: la afrolatina (la más antigua de las dos) y la afroamericana. Dentro de la tradición afrolatina, históricamente la corriente más significativa en términos de influencia hemisférica y global ha sido, por mucho, la afrocubana.
Cuba es tan grande como el resto de las Antillas en su conjunto; es nueve veces el tamaño de Puerto Rico. En el siglo XVI, La Habana era el gran puerto español del Nuevo Mundo, y en el siglo XIX era una capital de la música espectacularmente rica. Para crear toda esa riqueza, trajeron más africanos secuestrados a Cuba que a todo los EEUU.
Fernando Ortiz documentó la presencia de más de 150 diferentes tambores africanos en Cuba. Los cautivos ne­gros vinieron a Cuba durante casi 350 años, y Cuba fue el último lugar del Nuevo Mundo en poner fin a la trata de esclavos trasat­lántica (en la década de 1860) y casi el último en erradicar la esclavitud (en 1886). Cuando Ramón “Mongo” Santamaría — nacido en 1922 — crecía en La Habana, había muchos ancianos en su barrio que, al igual que su abuelo Congo, habían nacido en África. En la actualidad, como podría atestiguar cualquiera que haya viajado a Cuba, existe un repertorio de tradiciones afrocubanas de gran riqueza y variedad que proliferan y se mantienen vivas.
A pesar de la considerable hibridación de las tradiciones afroamericanas y afrolatinas incluso antes de la posmodernidad de los últimos 50 años, a pesar de la diversidad que existe dentro de cada una de ellas, y a pesar de lo mucho que tienen en común, aun así estas dos tradiciones son tan distintas, desde el punto de vista histórico, como para definir sistemas musicales opuestos. El entendimiento de las diferencias entre estos dos sistemas es crucial para comprender la manera en que el Latin Jazz se diferencia, y a la vez forma parte, del gran arte afroamericano del jazz.
Las diferencias corresponden, en gran medida, a las diferencias norte-sur al otro lado del Atlántico. En la zona de esclavitud en África, la música del norte subsahariano (la Senegambia islamizada) era bastante diferente a la del sur (el Congo catolizado) en maneras que aún son audibles en la actualidad del norte al sur en las Américas. En este axis musical africano que se transportó al Nuevo Mundo, algunas de las diferencias que se pueden apreciar con facilidad entre la música afroamericana (fuertemente influenciada por los senegambianos) versus la afrocubana (con poca influencia de senegambianos) incluyen:
·   tiempo de swing versus tiempo lineal;
 
·   canto melismático vs. silábico;
 
·   modo rítmico (un compás, donde todos tocan en el mismo tiempo vs. clave rítmica (un polirritmo complejo coordinado por la clave);
 
·   notas del blue moduladas y flexivas vs. tonos fijos organizados en células que se repiten rítmicamente, y que corresponden a su vez con la diferencia entre los instrumentos de tono variable (el violín y el banjo sin trastes, los instrumentos clásicos afro americanos de los días de la esclavitud, tradiciones desconocidas en Cuba) e instrumentos de tono fijo (el “piano de pulgar” a veces llamado mbira, originario del Congo);
 
·   cambios de los acordes de la estructura del tema (incluido el blues de 12 compases) vs. ciclos de dos acordes repetitivos (la esencia del son, mucho antes de que las des­cargas de singlegroove se hicieran populares en los EEUU)
Se pueden observar muchas otras distinciones. Superpuesto a esto está el axis norte-sur de la cultura europea, también transpuesta al Nuevo Mundo, que la separa no solo en el inglés del norte vs. las lenguas romances del sur, sino en el norte protestante vs. el sur católico, con agudas diferencias entre ambos que también afectaron la vida religiosa del negro:
·   pastor predicador (protestante) vs. experto en ritual (católico);
 
·   Biblia vernácula vs. lenguaje ancestral solo conocido por los sacerdotes;
 
·   contacto directo con un Dios vs. intercesión por un panteón de santos;
 
·   prohibición de la religión africana vs. coexistencia con ella, lo que significó la prohibición de los ancestrales hand drums africanos (que en Norteamérica favoreció al banjo derivado de Senegambia aunque eliminara los tambo­res derivados del Congo) vs. la tolerancia (limitada)
Estos dos grandes sistemas chocaron entre sí en una frontera específica y determinable: Canal Street, en Nueva Orleáns. Cuando el joven Sidney Bechet, un criollo urbano católico del downtown (por debajo de Canal Street), invitó a cenar a Louis Armstrong, su amigo protestante negro, descendiente de las plantaciones, que vivía uptown (por arriba de Canal Street), y Armstrong no se atrevió a cruzar Canal Street para asistir, no se trataba de una mera negociación local de arriba y abajo. Era hemisférica. El nacimiento del jazz fue tectónico: dos grandes platillos chocaban entre sí. El epicentro donde ocurrió ese terremoto musical fue Nueva Orleáns, la hermana menor de La Habana, que en el último trimestre del siglo XVIII asumió la estructura de ciudad bajo el mandato español.
En la época de la guerra de la Independencia americana, cuando Luisiana era gobernada por España, La Habana era más grande que cualquier ciudad anglófona en Norteamérica. Durante más de 190 años, Nueva Orleáns estuvo en constante comunicación con La Habana, su gran socia comercial, ligada a ella por la corriente del Golfo de México en una rotación que también incluía el puerto mexicano de Veracruz. La comunicación marítima entre Nueva Orleáns y La Habana tuvo fin en 1962 con la imposición del embargo contra Cuba por parte del Presidente Kennedy, que también puede verse como un bloqueo simultáneo contra Nueva Orleáns puesto que le deniega el comercio marítimo más adecuado según su situación geográfica. Pero el embargo también interrumpe el flujo cultural, fenómeno que había estado sucediendo entre estas dos capitales musicales durante los años de formación del jazz. El embargo estrangula la memoria de la magnitud en que la música cubana era parte de la vida musical cotidiana de los EEUU antes de 1959, y especialmente de Nueva   Orleáns, donde, por ejemplo, Mac Rebennack (Dr. John) creció conociendo los discos de Machito y Arsenio Rodríguez.
Entre tanto, el jazz en La Habana es casi tan antiguo como el jazz en los EEUU y a pesar de que el jazz pasó a la clandestinidad en Cuba durante las décadas de los años 60 y 70, período en que el gobierno cubano lo con­sideraba diversionismo ideológico”, nunca se detuvo.
El primer uso conocido de la palabra “drum” (tambor) en inglés aparece solo en 1540, y la palabra no fue muy usada antes de 1573, según el Oxford English Dictionary. Pero ya en 1527 había unos mil negros en Cuba, y los marineros y los futuros conquistadores estaban bailando en La Habana. El tambor se tocaba en Cuba antes de que la palabra se escribiera en inglés.
Ya en el siglo XVI, un estilo criollizado de canción y baile afro ibérico viajaba a Europa a bordo de la flota anual que transportaba la plata y el oro por la Corriente del Golfo desde el gran centro naviero de La Habana al puerto del monopolio español de Sevilla. Estos bailes viajaron al norte de Sevilla para causar furor en Europa y la literatura de la música “clásica” los recuerda como la zarabanda (sarabande en francés, pero en Kikongo es Nsala-Banda, el dios del hierro y de la guerra, criollizado en el Nuevo Mundo) y la chacona. La chacona, con su ostinato de bajo incesante y repetitivo, se conocía también como pasacalle (passacaglia en italiano), haciendo referencia a algo que pasa por las calles. Y en Sevilla, las calles eran de un cinco a un diez por ciento negras en la época en que Colón partió.
La Habana fue creada a la imagen de Sevilla. Cuando los franceses fundaron Nueva Orleáns en 1718, La Habana tenía 200 años, y cuando Nueva Orleáns comenzó a convertirse en una ciudad y un puerto de importancia, era gobernada desde La Habana por España.
La cultura musical del hemisferio se transformó radicalmente entre los años 1791 y 1810 producto de las diásporas de Santo Domingo (Saint Domingue), el nombre colonial del territorio que se convirtiera en la República de Haití el 1ro de enero de 1804. Con la erupción de la Revolución Haitiana en 1791, las culturas musicales altamente desarrolladas de las castas de blancos, negros libres y esclavos del acaudalado territorio de Santo Domingo se dispersaron en varias regiones, incluida la costa este de los nuevos EEUU (en la década de 1790), el oriente de Cuba (especialmente en 1802 – 1803) y Nueva Orleáns (en 1809 – 1810), y también, en distintos años, a Puerto Rico, Trinidad y otros lugares. La desaparición del Santo Domingo —que debía su desarrollo a la esclavitud— del mercado mundial del azúcar (reemplazado por el paria estado libre de Haití) creó un vacío que Cuba había de llenar. La Habana inició una importación masiva de esclavos y se adentró en un período espléndido de riqueza, en tanto que los refugiados de Santo Domingo en el oriente de Cuba aportaban un nuevo vocabulario musical y cultural a la isla.
A partir de mediados del siglo XVIII, Nueva Orleáns fue una válvula a través de la cual las ideas musicales afrolatinas, y especialmente las afrocubanas, penetraron los EEUU, incluidos los impulsos rítmicos provenientes de Cuba y Santo Domingo que demostraron ser esenciales para el ragtime.

El nombre de Louis Moreau Gottschalk debería ser más conocido en la actualidad de lo que es. A pesar de que su música ha quedado inexplicablemente en el olvido y es apenas interpretada, este descendiente de Santo Domingo nacido en Nueva Orleáns fue el primer gran pianista estadounidense, la primera atracción estelar de concierto, y tal vez el compositor estadounidense más importante del siglo XIX. Viajador incansable que interactuó profundamente con la música cubana en los 1850 durante sus prominentes estadías allí, sus composiciones fueron ampliamente difundidas en la gran época de las partituras y los pianos de casas que precedió a la Guerra Civil y la Emancipación.

“Bamboula” fue el título de un influyente solo de piano que Gottschalk compuso a los 18 años (mientras estaba en Francia estudiando con Berlioz). Evocando a los bailes negros de la plaza Congo Square de Nueva Orleáns, pone una melodía del viejo Santo Domingo contra un ritmo que resulta familiar a cualquier oyente moderno: domm, da dom dom —negra con puntillo, corchea, negra, negra.

Ese ritmo básico, versátil e interminablemente orquestable es el beat antillano, y tiene una variedad de nombres. Se con­oce de diversas maneras: tango (que en Cuba llamamos de tango-congo), habanera, o bamboula. Robert Farris la identifica como el mbilu a makina del Congo, el llamado al baile. Es muy probable que ya se escuchara en Nueva Orleáns en 1786, cuando la palabra “tango” aparece escrita por primera vez en un Bando de Buen Gobierno de Estevan Miró, gobernador español de Luisiana, de esperar que pasaran las vísperas para dar inicio a “los tangos, o bailes de negros.” Cincuenta años después, en 1836, la palabra “tango” aparece en el diccionario de Pichardo, publicado en Cuba, con el mismo significado.
El tango/ habanera / bamboula se toca con la mano derecha en la “Bamboula”, de Gottschalk, pero en su obra más madura “Ojos criollos (Danse Cubaine), compuesta después de su visita a Cuba, lo traslada a la línea del bajo. Ese ritmo marca el aria para Carmen de Bizet, y es fundamental en “Spanish tinge”, de Jelly Roll Morton, en el pop Brill Building, en la plena portorriqueña, en la konpa haitiana, en el merengue a lo maco dominicano, en el zouk de Martinica, en el gwo ka guadalupeño y en el tema de Dragnet. Es también la base rítmica del reggaetón de hoy (de alguna manera el reggaetón es una música muy tradicional, combinando este ritmo venerable con un estilo libre y cadencioso de voz ronca derivado del canto del sargento de instrucción militar y también de los comandantes de mano de obra esclava en las plantaciones).
Esta célula rítmica de la habanera / tango /bamboula se superpone fácilmente en el ritmo que los haitianos denomi­nan cata y los cubanos llaman “cinquillo”, muchos creen en Cuba que proviene de Saint-Domingue / Haití. El cinquillo también es un ritmo familiar hoy en día — DOT-DA-DOT-DA-DOT, negra-corchea-negra-corchea-negra. Aparece en un sinnúmero de supuestas baladas románticas latinas, en lo que tocan los indios del Martes de Carnaval en Nueva Orleáns con sus panderetas, y en el hi-hat de la konpa haitiana contemporánea, donde se superpone sobre el ritmo de la habanera / tango / bamboula. En Cuba, y probablemente en Saint-Domingue (el Haití prerrevolucionario) estos ritmos eran parte del complejo “contradanza / contredanse”.
La bamboula africana y la contredanse europea, los dos bailes que se mencionan con mayor frecuencia en los recuentos de los bailes negros en Congo Square, y en cualquier otra parte de la Nueva Orleáns del siglo XIX, se vincularon mediante estos ritmos.
La Bámbula es uno de los ritmos más antiguos de la forma afro portorriqueña llamada bomba, que se deriva del período posterior a la Revolución haitiana. (La bomba, con sus barriles, nos conduce atrás en el tiempo hasta las plantaciones de esclavos, mientras que la plena, con sus panderetas, es producto del estatus neocolonial de Puerto Rico). La bomba es profunda; tal vez la manera más cercana que tenemos hoy de escuchar cómo sonaba la bamboula en la Congo Square de Nueva Orleáns es escuchando la bámbula del occidente de Puerto Rico.
En Cuba, el tango y el cinquillo fueron ritmos esenciales para el danzón, descendiente cubano de la contradanza y parte del gran complejo de la contredanse que se bailó desde Nueva Orleáns hasta Moscú a principios del siglo XIX. Esta información no es para nada arcana: no hay un pianista de jazz en Cuba hoy que no tenga un danzón en su repertorio.
El baile argentino conocido como tango alcanzó una gran popularidad en todo el mundo en la década de 1910, pero la célula rítmica subyacente llamada tango tuvo que llegar a la argentina blanca desde la Cuba negra. Los primeros “tangos” que tocaron los afro-americanos no tenían el estilo argen­tino, sino que eran más reminiscentes del estilo cubano y se relacionaban directamente al bien fundado estilo cubano de ragtime. Si hoy se escucha “Ojos criollos”, de Gottschalk, suena muy parecido al ragtime. No obstante, es una danse cubaine, publicada en 1860, treinta y seis años antes de que comenzara el boom del ragtime tras el éxito en Nueva York de un pianista llamado Ben Harney, quien al siguiente año publicó un panfleto de diez páginas titulado Ben Harney’s Rag Time Instructor, cuya introducción reza: “Originalmente el ragtime (o el tiempo del baile negro) da sus pasos iniciales a partir de la música española, o más bien de México, donde se conoce con los nombres de Habanara [sic], Danza, Seguidilla, etc.”.
Fue también en 1897 que el joven Will Tyers (1876 – 1924) publicó una “contradanza habanera” también conocida como tango— titulada “Trocha: un baile cubano”. James Reese Europe (1881 – 1919), el primer director musi­cal negro de relevancia en Nueva York, escribió en 1914:
“Existe mucho interés en el crecimiento de los bailes modernos, en el hecho de que todos ellos fueron bailados e interpretados por nosotros los negros antes de que los blancos los acogieran. Uno de mis músicos, William Tyres [sic], escribió su primer tango en EEUU en tiempos tan remotos como la guerra española-americana [sic]. Se conoce como ‘La Trocha’…”
Estrictamente hablando, cuando se compuso “La Trocha” la guerra hispano-cubana-norteamericana no había comenzado puesto que los EEUU aún no habían intervenido en la Guerra por la Independencia de Cuba. Sin embargo, la trocha —un cerco que separaba a los revolucionarios del oriente de Cuba del occidente ocupado por los españoles — ya alcanzaba los titulares de las noticias internacionales. Cuando los EEUU sí intervinieron en esa guerra —una guerra ampliamente considerada como los cubanos negros contra los españoles blancos— enviaron tropas negras, bandas incluidas. Los jefes militares creían que la gente de color era inmune a la fiebre amarilla (no es verdad, por desgracia) y las tropas negras cono­cidas como “los inmunes” incluía a músicos de la Onward Brass Band de Nueva Orleáns. Pasaron su estadía en el oriente cubano, una zona musical diferente a La Habana, donde se escuchaba el cinquillo y el tango día y noche, tal vez con un deje distinto a Nueva Orleáns, pero fácil de reconocer para los músicos de allí.

Después de todo, ellos habían escuchado a los mexicanos.
La Exposición Mundial de la Industria y el Algodón en 1884, evento de gran significancia histórica para Nueva Orleáns, estuvo liderada en lo musical por la espectacular banda Eighth Regiment Cavalry Band de la delegación mexicana, bajo la dirección de Encarnación Payén. Su repertorio, que incluía danzas y habaneras, se había formado en el contexto de los vínculos marítimos centenarios entre Veracruz y La Habana. La música mexicana se puso de moda en todo Nueva Orleáns, y un editor de música local, Junius Harts, inauguró una serie musical “Mexicana”.
La Exposición Mundial de la Industria y el Algodón en 1884, evento de gran significancia histórica para Nueva Orleáns, estuvo liderada en lo musical por la espectacular banda Eighth Regiment Cavalry Band de la delegación mexicana, bajo la dirección de Encarnación Payén. Su repertorio, que incluía danzas y habaneras, se había formado en el contexto de los vínculos marítimos centenarios entre Veracruz y La Habana. La música mexicana se puso de moda en todo Nueva Orleáns, y un editor de música local, Junius Harts, inauguró una serie musical “Mexicana”.
Un número indeterminado de músicos de las agrupaciones mexicanas permanecieron en Nueva Orleáns después de eso —entre ellos, el primer saxofonista de renombre de Nueva Orleáns, Florencio Ramos. Entre los miembros de la Mexican Band y otros músicos mexicanos de la ciudad (la familia del Lorenzo Tío fue tal vez la más conocida), las clases de música impartidas por los mexicanos fue parte de la formación de muchos de los primeros jazzistas de Nueva Orleáns— entre ellos el clarinetista de Ellington, Barney Bigard, pupilo de Tío.
El músico de apellido español más conocido en Nueva Orleáns durante los años de formación del jazz fue el lector de primera Manuel Pérez, quien contrató al exitoso Joe “King” Oliver para compartir la corneta con él en la agrupación Onward Brass Band. Los cubanos afirman que Pérez es uno de ellos, pero yo conozco a un miembro de su familia en la Ciudad de Nueva York que dice que él nació en Veracruz. Pero en cualquier caso la conclusión es la misma: Veracruz, Nueva Orleáns, La Habana —era un circuito que seguía la corriente del Golfo de México. La única cosa que Nueva Orleáns no es, no importa cuánto le guste decirlo a los músicos de hoy en día en Nueva Orleáns, es la ciudad más norteña del Caribe. Nueva Orleáns está en el Golfo de México, al igual que La Habana.
Nueva Orleáns fue el puerto principal para el embarque y desembarque de las tropas en la Guerra de EEUU en Cuba en 1898, y continuó dando este servicio durante los subsecuentes cuatro años que duró la ocupación. Los instrumentos militares que eran desechados se vendían a las casas de empeño en Nueva Orleáns y se podían obtener fácilmente en el tiempo en que Louis Armstrong se hacía de su primera corneta y se inspiraba en los pregones musicales de los vendedores itinerantes que anunciaban sus artículos baratos con los instrumentos de metal comprados en el “Ten Cent” y cuyos nombres — dos de ellos en español — él recuerda como “Larenzo, Santiago y el Waffle Man”2.
Durante la ocupación de Cuba por las fuerzas estadounidenses, todo tipo de música y bailes de EEUU llegó a Cuba. Pero la influencia ocurrió en ambas direcciones: W. C. Handy pasó un mes en la Habana en 1900 mientras hacía una gira con los Minstrels de Mahara, escuchando ávidamente; más de diez años después, el ritmo de la habanera apareció en su famoso álbum “Memphis Blues”, y de manera más prominente en el “St. Louis Blues”, cuyas melodías se combinaban entre el tango y el swing.
La ocupación estadounidense concluyó en 1902 con un estatus neocolonial, y una segregación al estilo de Jim Crow, para la República de Cuba independiente —solo de nombre. Entretanto, los afro americanos estuvieron en Cuba a lo largo de la ocupación y algunos permanecieron allí— entre ellos un guitarrista afroamericano que formó dúos con cubanos y trabajó de manera profesional. Gracias al musicólogo cubano Leonardo Acosta, conocemos su nombre artístico: Santiago Smood, quien se mudó de Santiago para La Habana (donde su nombre escogido de “Santiago” debe haberle funcionado como “Memphis” funcionó para Memphis Slim). La manera en que Smood interpretaba la música cubana podemos solo imaginarla, pero según las palabras de Acosta: “Lo cierto es que en la década del diez ya existían músicos habaneros que se reunían para celebrar jam sessions en que se tocaban jazz y blues.”3.
Al otro lado del Golfo de México, Nueva Orleáns fue, y continuó siendo en la década de 1950, un punto importante para la emigración cubana a los EEUU, y también latina —el pianista Luis Russel, vino a Nueva Orleáns desde Panamá a los 17 años y su carrera está estrechamente vinculada a la de Louis Armstrong.
Al tiempo que la palabra “jazz” se hacía famosa, James Reese Europe, cuya orquesta había popularizado el “Memphis Blues”, de Handy, y quien había contribuido a difundir la moda del baile social cuando era el líder de la banda de Vernon y Irene Castle, fue a Puerto Rico a fin de reclutar músicos de instrumentos de viento para un nuevo tipo de banda militar. Los EEUU habían entrado en lo que posteriormente se conocería como la Primera Guerra Mundial, y Europe era el director de la banda militar 369th Infantry Hellfighters Band, para la cual necesitaba buenos músicos que supieran leer partituras.
Los portorriqueños pasaron a ser ciudadanos estadoun­idenses a partir de 1917 —justo a tiempo, casualmente, para pasar el servicio militar en tiempos de guerra (fueron asignados a las brigadas “de color”, una minoría dentro de otra minoría). Al igual que Cuba, Puerto Rico tenía una larga tradición de bandas militares y municipales como consecuencia de la prolongada ocupación española que duró hasta 1898; las dos islas contaban con un número de músicos bien instruidos en los metales. En tres días de audiciones, Europe seleccionó un grupo de músicos —que conformarían la mitad de su banda y todos los clarinetes y saxófonos. Entre los músicos portorriqueños que fueron a la guerra con James Reese Europe se encontraba el trombonista Rafael Hernández; según Victoria, la hermana de Hernández, la banda tocaba los temas de su hermano cuando entretenían a las tropas.
Existe un proyecto de edificación de 149 apartamentos nombrado en honor de Rafael Hernández en la región del Lower East Side; después de servir con James Reese Europe, Rafael vino a Nueva York y después a La Habana y a México durante la cumbre musical en estos lugares, antes de re­gresar finalmente a vivir en San Juan. Muchos lo consideran como el gran compositor popular puertorriqueño del siglo, pero junto a James Reese Europe también formó parte de un hito en la trasformación del “ragged time” en jazz.
Antes de que surgiera el jazz, en ese periodo prehistórico musical entre la emancipación y el comienzo de las grabaciones, existía un estilo trasnacional de orquesta de baile de finales del siglo XIX a lo largo del hemisferio. En Cuba, donde el danzón ejercía el dominio, las llamadas “orquestas típicas” eran familia de los conjuntos de baile de viento y cuerdas que se nutrieron de los ritmos locales criollizados de Brasil (donde tocaban el chôro), Martinica (el biguine), Haití (donde eran conocidos como okés de bastringue), Nueva Orleáns (donde las brass bands a veces se acompañaban de cuerdas) y en todas partes. En la primera década del siglo XX, los instrumentos líderes eran los mismos en La Habana y en Nueva Orleáns: la corneta, el clarinete, el trombón, en bandas con percusión militar, aunque en Nueva Orleáns se tocaban más el bombo y el tambor en tanto que los cubanos tocaban el timbal. En Cuba, estas “orquestas típicas” estaban en proceso de evolución a la charanga francesa, con sus dulces y excitantes melodías de la flauta, las cuerdas y el piano.
En la ola musical que barrió desde la época de los nacionalistas del piano a este tipo de orquesta de baile, la idea de la improvisación estuvo presente antes de que se centralizara y se consagrara como la esencia del jazz — como en los “impromptus” de piano de Chopin, o, en la manera en que la flauta de la charanga francesa afiligrana y llena de una manera que no difiere mucho en textura del piccolo obligado de Sousa en “Stars and Stripes Forever”.  Improvisar un obligado alrededor de la melodía principal era lo mismo que hacían los músicos en Nueva Orleáns, aunque ellos terminaron por dar el paso de echar a un lado la melodía principal para centrarse por completo en la segunda, la parte del obligado improvisado, que se convirtió en lo que conocemos como la improvisación de jazz.
No resulta sorprendente el hecho de que el primer solo de flauta que se grabó lo interpretó un cubano que había llegado a Nueva York: Alberto Socarrás, con el tema “Have You Ever Felt That Way?”, de Clarence Williams. A pesar de que ese solo no se interpretó sobre un ritmo cubano, sonaba como si saliera de una charanga. Socarrás pasó a dirigir una importante orquestra en el Nueva York de los 30, donde el joven Dizzy Gillespie aprendió a tocar las maracas y conoció el principio de las claves.
La improvisación también estuvo presente de otras maneras en la música cubana. Por la década del 1920, el danzón tuvo un rival popular: el son, la forma madre de la música cubana subsiguiente, donde los cantantes principales improvisaban tanto la letra como las melodías, y donde el bongosero, quien a menudo era el director del grupo, tocaba de una manera improvisadora golpeando su instrumento con un grado de libertad que no llegaría a la percusión del jazz hasta los años 40. Entretanto, La Habana era una ciudad musicalmente sofisticada. Ernesto Lecuona, graduado del conservatorio de La Habana, interpretó la premier en Cuba de Rhapsody in Blue en 1926, y Sergei Prokoviev dio conciertos allí en 1930, con Federico García Lorca sentado en el público.
Un momento cumbre para la entrada de la música popular cubana en la conciencia norteamericana lo constituyó el éxito mundial del son-pregón “El manisero”, de Moisés Simons, en 1931, grabado en Nueva York por el vocalista Antonio Machín con la Havana Casino Orchestra de Don Azpiazus.
“El manisero” no se parecía en nada a la música popular de los EEUU, ni a la negra ni a la blanca, y resulta difícil exagerar su impacto. La armonía constaba de dos acordes que se repetían incesantemente, sin ninguna otra estructura armónica y sin puente alguno. Esto jamás se había escuchado en las grabaciones estadounidenses, y no se convertiría en una práctica común de la música afro-americana hasta el groove de los tiempos del funk. El tema presentó los instrumentos afrocubanos al público de EEUU; al ser el primer hit grabado en el país donde aparecían las maracas ofreció una nueva e importante textura rítmica. Aunque es normal ahora pensar en el hi-hat de la batería para dar el último golpe del tiempo (que es lo que hacen las maracas), las baterías no tenían hi-hat en 1931. La batería evolucionó para poder imitar las texturas rítmicas que lograban los cubanos, con los toms sirviendo de contraparte a la conga y el bongó.
“El manisero” llegó a formar parte de los repertorios de un gran número de orquestras, al tiempo que la música latina se convirtió en un requisito indispensable para los grupos de baile. Louis Armstrong montó el tema casi de inmediato y la importancia de su grabación ha sido a menudo subestimada por los historiadores del jazz quienes han tenido la tendencia a considerarla una novedad pasajera. Sin embargo, el tema permaneció en su repertorio durante décadas y esta grabación de Armstrong marca el primer intento fidedigno concretado por un maestro del jazz de lo que han realizado después muchas de las mejores mentes del jazz desde entonces: la combinación de estos dos grandes sistemas.
“El manisero” llegó también en un momento crucial: la transición al cine con sonido, que condujo inmediatamente a la época dorada de las películas musicales tanto en los EEUU como en México. Existe un tema de latin dance en casi todas las películas musicales estadounidenses de cualquier año entre 1930 y 1960, cuando el género dejó de ser tan popular — incluso en My Fair Lady, donde la canción “I Could Have Danced All Night” es un tema de ritmo latino interpretado con cierta reserva inglesa — y es la canción de baile del show. La música latina se asociaba con el baile, y los clubes nocturnos de los EEUU cada vez se inspiraban más en el estilo cubano. En Chicago, T-Bone Walker abrió un club con el nombre de Rhumboo­gie — el nombre de una canción grabada por las Hermanas Andrews para una película de 1940; la letra de la canción en inglés iba así: “Rhumboogie / Rhumboogie-woogie / It’s Harlem’s new creation with a Cuban syncopation / it’s a killer.”
En los últimos años de la Gran Depresión, anteriores a la Segunda Guerra Mundial, cuando el jazz estaba en su cumbre comercial como música popular, los temas “latinos” eran de rigueur en los repertorios de las grandes orquestras. Juan Tizol, el trombonista puertorriqueño de Duke Ellingston (y escriba musical), compuso no solo “Caravan” (1936), una fantasía medio-oriental que en aquel tiempo se consideraba como un número “latino”, sino muchos otros temas de melodías latinas. Al igual que Rafael Hernández, tocaba trombón de válvula, y su primera grabación con Ellington, en 1935, se llamó “Porto Rican Chaos”. Los muchos temas de Tizol dentro del repertorio de la banda de Ellington incluía “Conga Brava” (1940) y su gran éxito “Perdido” (1941), nombrado por la calle “Perdido Street” de Nueva Orleáns, situada cerca del lugar que vio crecer a Louis Armstrong. Artie Shaw tuvo éxito en 1940 con el tema “Frenesí” del compositor mexicano Alberto Domínguez. Jimmy Dorsey lo logró en 1941 con “Aquellos ojos verdes”, que con una grabación de 1929 interpretada por Nilo Menéndez, Alfonso Utrera, y Ernesto Lecuona se convirtió en el primer bolero en alcanzar éxito comercial en los EEUU Louis Armstrong grabó “Cuban Pete” con una orquestra organizada por Luis Russel, donde la agudeza rítmica de su canto encajó de manera impresionante con el patrón rítmico del estilo cubano.
Durante todo este tiempo el jazz se tocaba en La Habana. Pero no viajaba; una causa era que las reglas de los sindicatos estaban diseñadas para mantener a los conjuntos u orquestras en su territorio. Y la otra, que las compañías disqueras estadounidenses (quienes hacían todas sus grabaciones en Cuba) querían que las orquestras cubanas tocaran música cubana, no jazz.
Mientras tanto, se avecinaba un nuevo estilo de música. Las orquestas típicas de la década de 1910 habían evolucionado, por un lado, en las charangas francesas y por otro, en lo que los cubanos llamaban las jazzbands cualquier composición a partir de siete instrumentos, siempre con una sección de metales, que se apoyaba en algún arreglista de escuela que probablemente se afilaba los dientes haciendo adaptaciones de temas de jazz para los grupos cubanos. Junto a una nueva sensación de libertad cultural en La Habana, después del derrocamiento del dictador Gerardo Machado en 1933, gradualmente comenzó a aparecer la tumbadora en las orquestas de bailes cubanas en la segunda mitad de la década. Anteriormente a esos años, ese instrumento se consideraba relativo a la brujería (que era cómo la clase dominante veía la religión afrocubana) y no estaba permitido en sedes de la buena sociedad.
Con las grabaciones en Cuba (por RCA Víctor) que comen­zaron en 1937 después de que se calmara la Gran Depresión, la banda Casino de la Playa pasó a la vanguardia. No debemos confundirla con el Conjunto Casino, que se formó después. Casino de la Playa estaba formada por nueve miembros de la jazzband Los Hermanos Castro (quienes habían grabado un curioso intento de latin jazz que combinó los temas “St. Louis Blues” y “El manisero”). El director musical del grupo era el pianista Anselmo Sacasas, quizá el primer gran pianista (y el primer solo grabado con el tema “Dolor cobarde”) de lo que se convirtió en el estilo moderno de la interpretación del piano cubano como lo escuchamos en la salsa y en el jazz latino actual, y su vocalista era el ex boxeador Miguelito Valdés, quien posiblemente sea el cantante cubano más grande del siglo XX, cuya influencia se puede escuchar en el sonido de ídolos posteriores como el Beny Moré y Celia Cruz.
A pesar de que Casino de la Playa era una orquestra “blanca” en un ambiente de trabajo segregado, mediante la influencia astuta de Miguelito Valdés la agrupación sirvió de trampolín a dos figuras centrales de lo que fue en realidad un movimiento de gran orgullo negro, un movimiento que transformó la música cubana de manera irreversible puesto que su era más grandiosa estaba a punto de comenzar. Arsenio Rodríguez y Luciano “Chano” Pozo, profundas fuentes de tradición afrocubana, eran compositores populares de primera línea. Aunque ellos no podían tocar con Casino de la Playa en público, Casino grabó sus composiciones (“Bruca Manigua” y “Blen Blen Blen,” respectivamente). Después del éxito de “Babalú” grabado por Casino en 1939, (copiado después por Desi Arnaz), Miguelito Valdés se convirtió en una súper estrella. Sacasas y Valdés se fueron a los EEUU en abril de 1940, donde las reglas sindicales obligaron a Sacasas a esperar seis meses antes de encontrar trabajo.
Sin embargo, los sindicatos de los músicos no contemplaban a los cantantes, con lo cual Miguelito Valdés se apareció un día en el ensayo de la orquesta de Xavier Cugat —la gran orquestra latina más famosa, conocida en todo el país por las transmisiones radiales de costa a costa y su aparición en varias películas. El cantante y maraquero era Catalino Rolón (tío de René López). López recuerda a su tío diciendo que “tan pronto como vi a ese hombre solté mis maracas, porque sabía que nadie en el planeta podía cantar como ese tipo, y que mis días estaban contados”.
Por ese entonces Mario Bauzá estaba a punto de poner en práctica su visión de una banda novedosa que vincularía la música afrocubana y el jazz. Bauzá, quien había venido de La Habana en el mismo barco que Don Azpiazu y la Havana Casino Orquestra, se unió a la orquestra de Chick Webb en 1937 y después de algún tiempo pasó a ser su director musical. Pero antes tenía algunos deberes que cumplir. El escritor Robert Palmer, en su importante artículo de 1988 “La conexión cubana”, citó a Bauzá al recordar que Webb le decía: “‘ya tienes casi todo lo que necesitas para tocar la primera trompeta para mí… pero pronuncias tus frases como un cubano’. Esa fue la palabra que usó: pronuncias. ‘Yo te voy a enseñar a pronunciar tus frases como un negro americano’ me dijo. Eso me permitió analizar las diferencias de lenguaje entre la música cubana y el jazz”. Mientras estuvo en la banda de Webb, Bauzá sentó los cimientos para lo que habría de venir, y convenció a su cuñado Frank “Macho” Grillo de que se mudara del barrio de Jesús María, en La Habana, para Nueva York.
Bauzá se cambió para la banda de Cab Calloway en 1938, y remplazó a Doc Cheatham en la trompeta. A esta banda —que representaba el tope en la escala de pago para un músico negro— Bauzá trajo a John Birks “Dizzy” Gillespie, originario de Carolina del Sur, primero como suplente y después fijo. Ambos compartían habitación en las giras; Bauzá contó a Palmer: “Solía quedarme despierto hasta tarde con Dizzy, y el baterista de la banda, Cozy Cole, solos los tres, enseñándoles cómo sentir algunos de los ritmos cubanos más sencillos. Dizzy cantaba los patrones de la percusión con sílabas sin sentidos como ‘Oop-bop—sh’bam’”. Durante el resto de su vida Dizzy se referiría a Bauzá como su mentor.