|       Era la primera semana de mi primer viaje a Cuba, en enero de     1990, y estaba viendo el ensayo de Irakere que tenía lugar todos los días,     desde las 10 AM. hasta el mediodía, en el extenso salón de baile al aire     libre popularmente conocido como La Tropical.  Era cualquier cosa menos un ensayo a puertas cerradas, había     músicos y jóvenes seguidores por los alrededores, escuchando. Durante el     receso vi a un niño que no llegaba a la altura de las congas de Miguel     “Angá” Díaz estirarse y dar unos golpes en ella. El pianista y     director musical Jesús “Chucho” Valdés cogió el bate en un     juego de pelota improvisado con unos muchachos que usaban un rollo de     esparadrapo por pelota, y después se sentó conmigo durante un par de     minutos apresurados para concederme una entrevista. Cuando aquello yo no     estaba acostumbrado a hacer entrevistas y le hice a Chucho una pregunta     tonta que resultó ser grandiosa: ¿Cuál es la diferencia entre el Jazz y el     Latin Jazz? “La diferencia está en el ritmo”, soltó de golpe.     Y después comenzó a hablar de la importancia del paso marítimo entre La     Habana y Nueva Orleáns en el siglo XIX. Luego de orientarme el camino     acertado, se disculpó y retornó a ensayar con una banda imponente de     músicos maestros. A grandes rasgos, existen dos tradiciones musicales     centenarias en el hemisferio: la afrolatina (la más antigua de las dos) y     la afroamericana. Dentro de la tradición afrolatina, históricamente la     corriente más significativa en términos de influencia hemisférica y global     ha sido, por mucho, la afrocubana.  Cuba es tan grande como el resto de las Antillas en su     conjunto; es nueve veces el tamaño de Puerto Rico. En el siglo XVI, La     Habana era el gran puerto español del Nuevo Mundo, y en el siglo XIX era     una capital de la música espectacularmente rica. Para crear toda esa     riqueza, trajeron más africanos secuestrados a Cuba que a todo los EEUU.  Fernando Ortiz documentó la presencia de más de 150 diferentes     tambores africanos en Cuba. Los cautivos negros vinieron a Cuba durante     casi 350 años, y Cuba fue el último lugar del Nuevo Mundo en poner fin a la     trata de esclavos trasatlántica (en la década de 1860) y casi el último en     erradicar la esclavitud (en 1886). Cuando Ramón “Mongo”     Santamaría — nacido en 1922 — crecía en La Habana, había muchos     ancianos en su barrio que, al igual que su abuelo Congo, habían nacido en     África. En la actualidad, como podría atestiguar cualquiera que haya     viajado a Cuba, existe un repertorio de tradiciones afrocubanas de gran     riqueza y variedad que proliferan y se mantienen vivas. A pesar de la considerable hibridación de las tradiciones     afroamericanas y afrolatinas incluso antes de la posmodernidad de los     últimos 50 años, a pesar de la diversidad que existe dentro de cada una de     ellas, y a pesar de lo mucho que tienen en común, aun así estas dos     tradiciones son tan distintas, desde el punto de vista histórico, como para     definir sistemas musicales opuestos. El entendimiento de las diferencias     entre estos dos sistemas es crucial para comprender la manera en que el     Latin Jazz se diferencia, y a la vez forma parte, del gran arte     afroamericano del jazz.  Las diferencias corresponden, en gran medida, a las     diferencias norte-sur al otro lado del Atlántico. En la zona de esclavitud     en África, la música del norte subsahariano (la Senegambia islamizada) era     bastante diferente a la del sur (el Congo catolizado) en maneras que aún son     audibles en la actualidad del norte al sur en las Américas. En este axis     musical africano que se transportó al Nuevo Mundo, algunas de las     diferencias que se pueden apreciar con facilidad entre la música     afroamericana (fuertemente influenciada por los senegambianos) versus la     afrocubana (con poca influencia de senegambianos) incluyen:  ·       tiempo de swing versus tiempo lineal;  
  ·       canto melismático vs.     silábico;  
  ·       modo rítmico (un compás, donde todos tocan en el mismo tiempo vs. clave rítmica (un polirritmo complejo     coordinado por la clave);  
  ·       notas del blue     moduladas y flexivas vs.     tonos fijos organizados en células que se repiten rítmicamente, y que     corresponden a su vez con la diferencia entre los instrumentos de tono     variable (el violín y el banjo sin trastes, los instrumentos clásicos afro     americanos de los días de la esclavitud, tradiciones desconocidas en Cuba)     e instrumentos de tono fijo (el “piano de pulgar” a veces     llamado mbira, originario del     Congo); 
  ·       cambios de los acordes de la estructura del tema (incluido el     blues de 12 compases) vs.     ciclos de dos acordes repetitivos (la esencia del son, mucho antes de que     las descargas de singlegroove se hicieran populares en los EEUU) Se pueden observar muchas otras distinciones. Superpuesto a     esto está el axis norte-sur de la cultura europea, también transpuesta al     Nuevo Mundo, que la separa no solo en el inglés del norte vs. las lenguas romances del sur, sino     en el norte protestante vs.     el sur católico, con agudas diferencias entre ambos que también afectaron     la vida religiosa del negro:  ·   pastor predicador (protestante) vs.     experto en ritual (católico); 
  ·   Biblia vernácula vs. lenguaje ancestral solo conocido     por los sacerdotes; 
  ·   contacto directo con un Dios vs. intercesión por un panteón de     santos; 
  ·   prohibición de la religión africana vs. coexistencia con ella, lo que     significó la prohibición de los ancestrales hand drums africanos (que en     Norteamérica favoreció al banjo derivado de Senegambia aunque eliminara los     tambores derivados del Congo) vs.     la tolerancia (limitada) Estos dos grandes sistemas chocaron entre sí en una frontera     específica y determinable: Canal Street, en Nueva Orleáns. Cuando el joven     Sidney Bechet, un criollo urbano católico del downtown (por debajo de Canal     Street), invitó a cenar a Louis Armstrong, su amigo protestante negro,     descendiente de las plantaciones, que vivía uptown (por arriba de Canal     Street), y Armstrong no se atrevió a cruzar Canal Street para asistir, no     se trataba de una mera negociación local de arriba y abajo. Era     hemisférica. El nacimiento del jazz fue tectónico: dos grandes platillos     chocaban entre sí. El epicentro donde ocurrió ese terremoto musical fue     Nueva Orleáns, la hermana menor de La Habana, que en el último trimestre     del siglo XVIII asumió la estructura de ciudad bajo el mandato español.  En la época de la guerra de la Independencia americana, cuando     Luisiana era gobernada por España, La Habana era más grande que cualquier     ciudad anglófona en Norteamérica. Durante más de 190 años, Nueva Orleáns     estuvo en constante comunicación con La Habana, su gran socia comercial,     ligada a ella por la corriente del Golfo de México en una rotación que     también incluía el puerto mexicano de Veracruz. La comunicación marítima     entre Nueva Orleáns y La Habana tuvo fin en 1962 con la imposición del     embargo contra Cuba por parte del Presidente Kennedy, que también puede     verse como un bloqueo simultáneo contra Nueva Orleáns puesto que le deniega     el comercio marítimo más adecuado según su situación geográfica. Pero el     embargo también interrumpe el flujo cultural, fenómeno que había estado     sucediendo entre estas dos capitales musicales durante los años de     formación del jazz. El embargo estrangula la memoria de la magnitud en que     la música cubana era parte de la vida musical cotidiana de los EEUU antes     de 1959, y especialmente de Nueva   Orleáns, donde, por ejemplo,     Mac Rebennack (Dr. John) creció conociendo los discos de Machito y Arsenio     Rodríguez.  Entre tanto, el jazz en La Habana es casi tan antiguo como el     jazz en los EEUU y a pesar de que el jazz pasó a la clandestinidad en Cuba     durante las décadas de los años 60 y 70, período en que el gobierno cubano     lo consideraba diversionismo ideológico”, nunca se detuvo.  El primer uso conocido de la palabra “drum”     (tambor) en inglés aparece solo en 1540, y la palabra no fue muy usada     antes de 1573, según el Oxford English Dictionary. Pero ya en 1527 había     unos mil negros en Cuba, y los marineros y los futuros conquistadores     estaban bailando en La Habana. El tambor se tocaba en Cuba antes de que la     palabra se escribiera en inglés.  Ya en el siglo XVI, un estilo criollizado de canción y baile     afro ibérico viajaba a Europa a bordo de la flota anual que transportaba la     plata y el oro por la Corriente del Golfo desde el gran centro naviero de     La Habana al puerto del monopolio español de Sevilla. Estos bailes viajaron     al norte de Sevilla para causar furor en Europa y la literatura de la     música “clásica” los recuerda como la zarabanda (sarabande en     francés, pero en Kikongo es Nsala-Banda, el dios del hierro y de la guerra,     criollizado en el Nuevo Mundo) y la     chacona. La chacona, con su ostinato de bajo incesante y repetitivo, se     conocía también como pasacalle (passacaglia     en italiano), haciendo referencia a algo que pasa por las calles. Y en Sevilla,     las calles eran de un cinco a un diez por ciento negras en la época en que     Colón partió.  La Habana fue creada a la imagen de Sevilla. Cuando los     franceses fundaron Nueva Orleáns en 1718, La Habana tenía 200 años, y     cuando Nueva Orleáns comenzó a convertirse en una ciudad y un puerto de     importancia, era gobernada desde La Habana por España.  La cultura musical del hemisferio se     transformó radicalmente entre los años 1791 y 1810 producto de las diásporas     de Santo Domingo (Saint Domingue), el nombre colonial del territorio que se convirtiera en la República de Haití     el 1ro de enero de 1804. Con la erupción de la Revolución Haitiana en 1791,     las culturas musicales altamente desarrolladas de las castas de blancos,     negros libres y esclavos del acaudalado territorio de Santo Domingo se     dispersaron en varias regiones, incluida la costa este de los nuevos EEUU     (en la década de 1790), el oriente de Cuba (especialmente en 1802 –     1803) y Nueva Orleáns (en 1809 – 1810), y también, en distintos años,     a Puerto Rico, Trinidad y otros lugares. La desaparición del Santo Domingo     —que debía su desarrollo a la esclavitud— del mercado mundial     del azúcar (reemplazado por el paria estado libre de Haití) creó un vacío     que Cuba había de llenar. La Habana inició una importación masiva de     esclavos y se adentró en un período espléndido de riqueza, en tanto que los     refugiados de Santo Domingo en el oriente de Cuba aportaban un nuevo     vocabulario musical y cultural a la isla.  A partir de mediados del siglo XVIII, Nueva     Orleáns fue una válvula a través de la cual las ideas musicales     afrolatinas, y especialmente las afrocubanas, penetraron los EEUU,     incluidos los impulsos rítmicos provenientes de Cuba y Santo Domingo que     demostraron ser esenciales para el ragtime.   
 El nombre de Louis Moreau Gottschalk debería     ser más conocido en la actualidad de lo que es. A pesar de que su música ha     quedado inexplicablemente en el olvido y es apenas interpretada, este     descendiente de Santo Domingo nacido en Nueva Orleáns fue el primer gran     pianista estadounidense, la primera atracción estelar de concierto, y tal     vez el compositor estadounidense más importante del siglo XIX. Viajador     incansable que interactuó profundamente con la música cubana en los 1850     durante sus prominentes estadías allí, sus composiciones fueron ampliamente     difundidas en la gran época de las partituras y los pianos de casas que     precedió a la Guerra Civil y la Emancipación.   
 “Bamboula” fue el título de un     influyente solo de piano que Gottschalk compuso a los 18 años (mientras     estaba en Francia estudiando con Berlioz). Evocando a los bailes negros de     la plaza Congo Square de Nueva Orleáns, pone una melodía del viejo Santo     Domingo contra un ritmo que resulta familiar a cualquier oyente moderno:     domm, da dom dom —negra con puntillo, corchea, negra, negra.  
 Ese ritmo básico, versátil e     interminablemente orquestable es el beat antillano, y tiene una variedad de     nombres. Se conoce de diversas maneras: tango (que en Cuba llamamos de     tango-congo), habanera, o bamboula. Robert Farris la identifica como el     mbilu a makina del Congo, el llamado al baile. Es muy probable que ya se     escuchara en Nueva Orleáns en 1786, cuando la palabra “tango”     aparece escrita por primera vez en un Bando de Buen Gobierno de Estevan     Miró, gobernador español de Luisiana, de esperar que pasaran las vísperas     para dar inicio a “los tangos, o bailes de negros.” Cincuenta     años después, en 1836, la palabra “tango” aparece en el diccionario     de Pichardo, publicado en Cuba, con el mismo significado.  El tango/ habanera / bamboula se toca con la     mano derecha en la “Bamboula”, de Gottschalk, pero en su obra     más madura “Ojos criollos (Danse Cubaine), compuesta después de su     visita a Cuba, lo traslada a la línea del bajo. Ese ritmo marca el aria     para Carmen de Bizet, y es fundamental en “Spanish tinge”, de     Jelly Roll Morton, en el pop Brill Building, en la plena portorriqueña, en     la konpa haitiana, en el merengue a lo maco dominicano, en el zouk de     Martinica, en el gwo ka guadalupeño y en el tema de Dragnet. Es también la     base rítmica del reggaetón de hoy (de alguna manera el reggaetón es una     música muy tradicional, combinando este ritmo venerable con un estilo libre     y cadencioso de voz ronca derivado del canto del sargento de instrucción     militar y también de los comandantes de mano de obra esclava en las     plantaciones). Esta     célula rítmica de la habanera / tango /bamboula se superpone fácilmente en     el ritmo que los haitianos denominan cata y los cubanos llaman     “cinquillo”, muchos creen en Cuba que proviene de     Saint-Domingue / Haití. El cinquillo también es un ritmo familiar hoy en     día — DOT-DA-DOT-DA-DOT, negra-corchea-negra-corchea-negra. Aparece     en un sinnúmero de supuestas baladas románticas latinas, en lo que tocan     los indios del Martes de Carnaval en Nueva Orleáns con sus panderetas, y en     el hi-hat de la konpa     haitiana contemporánea, donde se superpone sobre el ritmo de la habanera /     tango / bamboula. En Cuba, y probablemente en Saint-Domingue (el Haití     prerrevolucionario) estos ritmos eran parte del complejo “contradanza     / contredanse”. La bamboula     africana y la contredanse     europea, los dos bailes que se mencionan con mayor frecuencia en los     recuentos de los bailes negros en Congo Square, y en cualquier otra parte     de la Nueva Orleáns del siglo XIX, se vincularon mediante estos ritmos.  La Bámbula es     uno de los ritmos más antiguos de la forma afro portorriqueña llamada bomba, que se deriva del período     posterior a la Revolución haitiana. (La bomba, con sus barriles, nos     conduce atrás en el tiempo hasta las plantaciones de esclavos, mientras que     la plena, con sus panderetas, es producto del estatus neocolonial de Puerto     Rico). La bomba es profunda; tal vez la manera más cercana que tenemos hoy     de escuchar cómo sonaba la bamboula en la Congo Square de Nueva Orleáns es     escuchando la bámbula del occidente de Puerto Rico.  En Cuba,     el tango y el cinquillo fueron ritmos esenciales para el danzón,     descendiente cubano de la contradanza y parte del gran complejo de la     contredanse que se bailó desde Nueva Orleáns hasta Moscú a principios del     siglo XIX. Esta información no es para nada arcana: no hay un pianista de     jazz en Cuba hoy que no tenga un danzón en su repertorio. El baile argentino conocido como tango alcanzó una gran popularidad en todo el mundo en     la década de 1910, pero la célula rítmica subyacente llamada tango tuvo que     llegar a la argentina blanca desde la Cuba negra. Los primeros     “tangos” que tocaron los afro-americanos no tenían el estilo     argentino, sino que eran más reminiscentes del estilo cubano y se     relacionaban directamente al bien fundado estilo cubano de ragtime. Si hoy     se escucha “Ojos criollos”, de Gottschalk, suena muy parecido     al ragtime. No obstante, es una danse cubaine, publicada en 1860, treinta y     seis años antes de que comenzara el boom del ragtime tras el éxito en Nueva     York de un pianista llamado Ben Harney, quien al siguiente año publicó un     panfleto de diez páginas titulado Ben Harney’s Rag Time Instructor,     cuya introducción reza: “Originalmente el ragtime (o el tiempo del     baile negro) da sus pasos iniciales a partir de la música española, o más     bien de México, donde se conoce con los nombres de Habanara [sic], Danza,     Seguidilla, etc.”.  Fue también en 1897 que el joven Will Tyers (1876 –     1924) publicó una “contradanza habanera” —también conocida como tango—     titulada “Trocha: un baile cubano”. James Reese Europe (1881     – 1919), el primer director musical negro de relevancia en Nueva     York, escribió en 1914: “Existe mucho interés en el crecimiento de los bailes     modernos, en el hecho de que todos ellos fueron bailados e interpretados     por nosotros los negros antes de que los blancos los acogieran. Uno de mis     músicos, William Tyres [sic], escribió su primer tango en EEUU en tiempos     tan remotos como la guerra española-americana [sic]. Se conoce como     ‘La Trocha’…”  Estrictamente hablando, cuando se compuso “La     Trocha” la guerra hispano-cubana-norteamericana no había comenzado     puesto que los EEUU aún no habían intervenido en la Guerra por la     Independencia de Cuba. Sin embargo, la trocha —un cerco que separaba     a los revolucionarios del oriente de Cuba del occidente ocupado por los     españoles — ya alcanzaba los titulares de las noticias     internacionales. Cuando los EEUU sí intervinieron en esa guerra —una     guerra ampliamente considerada como los cubanos negros contra los españoles     blancos— enviaron tropas negras, bandas incluidas. Los jefes     militares creían que la gente de color era inmune a la fiebre amarilla (no     es verdad, por desgracia) y las tropas negras conocidas como “los     inmunes” incluía a músicos de la Onward Brass Band de Nueva Orleáns.     Pasaron su estadía en el oriente cubano, una zona musical diferente a La     Habana, donde se escuchaba el cinquillo y el tango día y noche, tal vez con     un deje distinto a Nueva Orleáns, pero fácil de reconocer para los músicos     de allí. 
 
Después     de todo, ellos habían escuchado a los mexicanos.  La     Exposición Mundial de la Industria y el Algodón en 1884, evento de gran     significancia histórica para Nueva Orleáns, estuvo liderada en lo musical     por la espectacular banda Eighth Regiment Cavalry Band de la delegación     mexicana, bajo la dirección de Encarnación Payén. Su repertorio, que     incluía danzas y habaneras, se había formado en el contexto de los vínculos     marítimos centenarios entre Veracruz y La Habana. La música mexicana se     puso de moda en todo Nueva Orleáns, y un editor de música local, Junius     Harts, inauguró una serie musical “Mexicana”. La Exposición Mundial de la Industria y el Algodón en 1884,     evento de gran significancia histórica para Nueva Orleáns, estuvo liderada     en lo musical por la espectacular banda Eighth Regiment Cavalry Band de la     delegación mexicana, bajo la dirección de Encarnación Payén. Su repertorio,     que incluía danzas y habaneras, se había formado en el contexto de los     vínculos marítimos centenarios entre Veracruz y La Habana. La música     mexicana se puso de moda en todo Nueva Orleáns, y un editor de música     local, Junius Harts, inauguró una serie musical “Mexicana”. Un número indeterminado de músicos de las agrupaciones     mexicanas permanecieron en Nueva Orleáns después de eso —entre ellos,     el primer saxofonista de renombre de Nueva Orleáns, Florencio Ramos. Entre     los miembros de la Mexican Band y otros músicos mexicanos de la ciudad (la     familia del Lorenzo Tío fue tal vez la más conocida), las clases de música     impartidas por los mexicanos fue parte de la formación de muchos de los     primeros jazzistas de Nueva Orleáns— entre ellos el clarinetista de     Ellington, Barney Bigard, pupilo de Tío.  El     músico de apellido español más conocido en Nueva Orleáns durante los años     de formación del jazz fue el lector de primera Manuel Pérez, quien contrató     al exitoso Joe “King” Oliver para compartir la corneta con él     en la agrupación Onward Brass Band. Los cubanos afirman que Pérez es uno de     ellos, pero yo conozco a un miembro de su familia en la Ciudad de Nueva     York que dice que él nació en Veracruz. Pero en cualquier caso la     conclusión es la misma: Veracruz, Nueva Orleáns, La Habana —era un     circuito que seguía la corriente del Golfo de México. La única cosa que     Nueva Orleáns no es, no importa cuánto le guste decirlo a los músicos de     hoy en día en Nueva Orleáns, es la ciudad más norteña del Caribe. Nueva     Orleáns está en el Golfo de México, al igual que La Habana. Nueva Orleáns fue el puerto principal para el embarque y     desembarque de las tropas en la Guerra de EEUU en Cuba en 1898, y continuó     dando este servicio durante los subsecuentes cuatro años que duró la     ocupación. Los instrumentos militares que eran desechados se vendían a las     casas de empeño en Nueva Orleáns y se podían obtener fácilmente en el     tiempo en que Louis Armstrong se hacía de su primera corneta y se inspiraba en los pregones musicales de los     vendedores itinerantes que anunciaban sus artículos baratos con los     instrumentos de metal comprados en el “Ten     Cent” y cuyos nombres — dos de ellos en español     — él recuerda como “Larenzo, Santiago y el Waffle Man”2. Durante la ocupación de Cuba por las fuerzas     estadounidenses, todo tipo de música y bailes de EEUU llegó a Cuba. Pero la     influencia ocurrió en ambas direcciones: W. C. Handy pasó un mes en la     Habana en 1900 mientras hacía una gira con los Minstrels de Mahara,     escuchando ávidamente; más de diez años después, el ritmo de la habanera     apareció en su famoso álbum “Memphis Blues”, y de manera más     prominente en el “St. Louis Blues”, cuyas melodías se     combinaban entre el tango y el swing. La     ocupación estadounidense concluyó en 1902 con un estatus neocolonial, y una     segregación al estilo de Jim Crow, para la República de Cuba independiente     —solo de nombre. Entretanto, los afro americanos estuvieron en Cuba a     lo largo de la ocupación y algunos permanecieron allí— entre ellos un     guitarrista afroamericano que formó dúos con cubanos y trabajó de manera     profesional. Gracias al musicólogo cubano Leonardo Acosta, conocemos su     nombre artístico: Santiago Smood, quien se mudó de Santiago para La Habana     (donde su nombre escogido de “Santiago” debe haberle funcionado     como “Memphis” funcionó para Memphis Slim). La manera en que     Smood interpretaba la música cubana podemos solo imaginarla, pero según las     palabras de Acosta: “Lo cierto es que en la década del diez ya     existían músicos habaneros que se reunían para celebrar jam sessions en que     se tocaban jazz y blues.”3. Al otro lado del Golfo de México, Nueva Orleáns fue, y     continuó siendo en la década de 1950, un punto importante para la     emigración cubana a los EEUU, y también latina —el pianista Luis     Russel, vino a Nueva Orleáns desde Panamá a los 17 años y su carrera está     estrechamente vinculada a la de Louis Armstrong. Al tiempo que la palabra “jazz” se hacía famosa,     James Reese Europe, cuya orquesta había popularizado el “Memphis     Blues”, de Handy, y quien había contribuido a difundir la moda del baile     social cuando era el líder de la banda de Vernon y Irene Castle, fue a     Puerto Rico a fin de reclutar músicos de instrumentos de viento para un     nuevo tipo de banda militar. Los EEUU habían entrado en lo que     posteriormente se conocería como la Primera Guerra Mundial, y Europe era el     director de la banda militar 369th Infantry Hellfighters Band, para la cual     necesitaba buenos músicos que supieran leer partituras. Los portorriqueños pasaron a ser ciudadanos estadounidenses a     partir de 1917 —justo a tiempo, casualmente, para pasar el servicio     militar en tiempos de guerra (fueron asignados a las brigadas “de     color”, una minoría dentro de otra minoría). Al igual que Cuba,     Puerto Rico tenía una larga tradición de bandas militares y municipales como     consecuencia de la prolongada ocupación española que duró hasta 1898; las     dos islas contaban con un número de músicos bien instruidos en los metales.     En tres días de audiciones, Europe seleccionó un grupo de músicos     —que conformarían la mitad de su banda y todos los clarinetes y     saxófonos. Entre los músicos portorriqueños que fueron a la guerra con     James Reese Europe se encontraba el trombonista Rafael Hernández; según     Victoria, la hermana de Hernández, la banda tocaba los temas de su hermano     cuando entretenían a las tropas.  Existe un proyecto de edificación de 149 apartamentos nombrado     en honor de Rafael Hernández en la región del Lower East Side; después de servir con     James Reese Europe, Rafael vino a Nueva York y después a La Habana y a     México durante la cumbre musical en estos lugares, antes de regresar     finalmente a vivir en San Juan. Muchos lo consideran como el gran     compositor popular puertorriqueño del siglo, pero junto a James Reese     Europe también formó parte de un hito en la trasformación del “ragged     time” en jazz.  Antes de     que surgiera el jazz, en ese periodo prehistórico musical entre la     emancipación y el comienzo de las grabaciones, existía un estilo     trasnacional de orquesta de baile de finales del siglo XIX a lo largo del hemisferio.     En Cuba, donde el danzón ejercía el dominio, las llamadas “orquestas     típicas” eran familia de los conjuntos de baile de viento y cuerdas     que se nutrieron de los ritmos locales criollizados de Brasil (donde     tocaban el chôro), Martinica (el biguine), Haití (donde eran conocidos como     okés de bastringue), Nueva Orleáns (donde las brass bands a veces se     acompañaban de cuerdas) y en todas partes. En la primera década del siglo     XX, los instrumentos líderes eran los mismos en La Habana y en Nueva Orleáns:     la corneta, el clarinete, el trombón, en bandas con percusión militar,     aunque en Nueva Orleáns se tocaban más el bombo y el tambor en tanto que     los cubanos tocaban el timbal. En Cuba, estas “orquestas     típicas” estaban en proceso de evolución a la charanga francesa, con     sus dulces y excitantes melodías de la flauta, las cuerdas y el piano. En la ola musical que barrió desde la época de los     nacionalistas del piano a este tipo de orquesta de baile, la idea de la     improvisación estuvo presente antes de que se centralizara y se consagrara     como la esencia del jazz — como en los “impromptus” de     piano de Chopin, o, en la manera en que la flauta de la charanga francesa     afiligrana y llena de una manera que no difiere mucho en textura del     piccolo obligado de Sousa en “Stars and Stripes Forever”.      Improvisar un obligado alrededor de la melodía principal era lo mismo     que hacían los músicos en Nueva Orleáns, aunque ellos terminaron por dar el     paso de echar a un lado la melodía principal para centrarse por completo en     la segunda, la parte del obligado improvisado, que se convirtió en lo que     conocemos como la improvisación de jazz.  No resulta sorprendente el hecho de que el primer solo de     flauta que se grabó lo interpretó un cubano que había llegado a Nueva York:     Alberto Socarrás, con el tema “Have You Ever Felt That Way?”,     de Clarence Williams. A pesar de que ese solo no se interpretó sobre un     ritmo cubano, sonaba como si saliera de una charanga. Socarrás pasó a     dirigir una importante orquestra en el Nueva York de los 30, donde el joven     Dizzy Gillespie aprendió a tocar las maracas y conoció el principio de las     claves.  La improvisación también estuvo presente de otras maneras en     la música cubana. Por la década del 1920, el danzón tuvo un rival popular:     el son, la forma madre de la música cubana subsiguiente, donde los     cantantes principales improvisaban tanto la letra como las melodías, y     donde el bongosero, quien a menudo era el director del grupo, tocaba de una     manera improvisadora golpeando su instrumento con un grado de libertad que     no llegaría a la percusión del jazz hasta los años 40. Entretanto, La     Habana era una ciudad musicalmente sofisticada. Ernesto Lecuona, graduado     del conservatorio de La Habana, interpretó la premier en Cuba de Rhapsody     in Blue en 1926, y Sergei Prokoviev dio conciertos allí en 1930, con     Federico García Lorca sentado en el público.  Un momento cumbre para la entrada de la música popular cubana     en la conciencia norteamericana lo constituyó el éxito mundial del son-pregón “El     manisero”, de Moisés Simons, en 1931, grabado en Nueva York por el     vocalista Antonio Machín con la Havana Casino Orchestra de Don Azpiazus.  “El manisero” no se parecía en nada a la música     popular de los EEUU, ni a la negra ni a la blanca, y resulta difícil     exagerar su impacto. La armonía constaba de dos acordes que se repetían     incesantemente, sin ninguna otra estructura armónica y sin puente alguno.     Esto jamás se había escuchado en las grabaciones estadounidenses, y no se     convertiría en una práctica común de la música afro-americana hasta el     groove de los tiempos del funk. El tema presentó los instrumentos     afrocubanos al público de EEUU; al ser el primer hit grabado en el país     donde aparecían las maracas ofreció una nueva e importante textura rítmica.     Aunque es normal ahora pensar en el hi-hat de la batería para dar el último     golpe del tiempo (que es lo que hacen las maracas), las baterías no tenían     hi-hat en 1931. La batería evolucionó para poder imitar las texturas     rítmicas que lograban los cubanos, con los toms sirviendo de contraparte a     la conga y el bongó.  “El     manisero” llegó a formar parte de los repertorios de un gran número     de orquestras, al tiempo que la música latina se convirtió en un requisito     indispensable para los grupos de baile. Louis Armstrong montó el tema casi     de inmediato y la importancia de su grabación ha sido a menudo subestimada     por los historiadores del jazz quienes han tenido la tendencia a     considerarla una novedad pasajera. Sin embargo, el tema permaneció en su     repertorio durante décadas y esta grabación de Armstrong marca el primer     intento fidedigno concretado por un maestro del jazz de lo que han     realizado después muchas de las mejores mentes del jazz desde entonces: la     combinación de estos dos grandes sistemas. “El manisero” llegó también en un momento crucial:     la transición al cine con sonido, que condujo inmediatamente a la época     dorada de las películas musicales tanto en los EEUU como en México. Existe     un tema de latin dance en casi todas las películas musicales     estadounidenses de cualquier año entre 1930 y 1960, cuando el género dejó     de ser tan popular — incluso en My Fair Lady, donde la canción     “I Could Have Danced All Night” es un tema de ritmo latino     interpretado con cierta reserva inglesa — y es la canción de baile     del show. La música latina se asociaba con el baile, y los clubes nocturnos     de los EEUU cada vez se inspiraban más en el estilo cubano. En Chicago,     T-Bone Walker abrió un club con el nombre de Rhumboogie — el nombre     de una canción grabada por las Hermanas Andrews para una película de 1940;     la letra de la canción en inglés iba así: “Rhumboogie /     Rhumboogie-woogie / It’s Harlem’s new creation with a Cuban     syncopation / it’s a killer.”  En los     últimos años de la Gran Depresión, anteriores a la Segunda Guerra Mundial,     cuando el jazz estaba en su cumbre comercial como música popular, los temas     “latinos” eran de rigueur en los repertorios de las grandes     orquestras. Juan Tizol, el trombonista puertorriqueño de Duke Ellingston (y     escriba musical), compuso no solo “Caravan” (1936), una     fantasía medio-oriental que en aquel tiempo se consideraba como un número     “latino”, sino muchos otros temas de melodías latinas. Al igual     que Rafael Hernández, tocaba trombón de válvula, y su primera grabación con     Ellington, en 1935, se llamó “Porto Rican Chaos”. Los muchos     temas de Tizol dentro del repertorio de la banda de Ellington incluía     “Conga Brava” (1940) y su gran éxito “Perdido”     (1941), nombrado por la calle “Perdido Street” de Nueva     Orleáns, situada cerca del lugar que vio crecer a Louis Armstrong. Artie     Shaw tuvo éxito en 1940 con el tema “Frenesí” del compositor     mexicano Alberto Domínguez. Jimmy Dorsey lo logró en 1941 con     “Aquellos ojos verdes”, que con una grabación de 1929     interpretada por Nilo Menéndez, Alfonso Utrera, y Ernesto Lecuona se     convirtió en el primer bolero en alcanzar éxito comercial en los EEUU Louis     Armstrong grabó “Cuban Pete” con una orquestra organizada por     Luis Russel, donde la agudeza rítmica de su canto encajó de manera     impresionante con el patrón rítmico del estilo cubano.  Durante todo este tiempo el jazz se tocaba en La Habana. Pero     no viajaba; una causa era que las reglas de los sindicatos estaban     diseñadas para mantener a los conjuntos u orquestras en su territorio. Y la     otra, que las compañías disqueras estadounidenses (quienes hacían todas sus     grabaciones en Cuba) querían que las orquestras cubanas tocaran música     cubana, no jazz.  Mientras     tanto, se avecinaba un nuevo estilo de música. Las orquestas típicas de la     década de 1910 habían evolucionado, por un lado, en las charangas francesas     y por otro, en lo que los cubanos llamaban las jazzbands —cualquier composición a partir de     siete instrumentos, siempre con una sección de metales, que se apoyaba en     algún arreglista de escuela que probablemente se afilaba los dientes     haciendo adaptaciones de temas de jazz para los grupos cubanos. Junto a una     nueva sensación de libertad cultural en La Habana, después del     derrocamiento del dictador Gerardo Machado en 1933, gradualmente comenzó a     aparecer la tumbadora en las orquestas de bailes cubanas en la segunda     mitad de la década. Anteriormente a esos años, ese instrumento se     consideraba relativo a la brujería (que era cómo la clase dominante veía la     religión afrocubana) y no estaba permitido en sedes de la buena sociedad. Con las grabaciones en Cuba (por RCA Víctor) que comenzaron     en 1937 después de que se calmara la Gran Depresión, la banda Casino de la     Playa pasó a la vanguardia. No debemos confundirla con el Conjunto Casino,     que se formó después. Casino de la Playa estaba formada por nueve miembros     de la jazzband Los Hermanos Castro (quienes habían grabado un curioso     intento de latin jazz que combinó los temas “St. Louis Blues” y     “El manisero”). El director musical del grupo era el pianista     Anselmo Sacasas, quizá el primer gran pianista (y el primer solo grabado     con el tema “Dolor cobarde”) de lo que se convirtió en el     estilo moderno de la interpretación del piano cubano como lo escuchamos en     la salsa y en el jazz latino actual, y su vocalista era el ex boxeador     Miguelito Valdés, quien posiblemente sea el cantante cubano más grande del     siglo XX, cuya influencia se puede escuchar en el sonido de ídolos     posteriores como el Beny Moré y Celia Cruz.  A pesar de que Casino de la Playa era una orquestra     “blanca” en un ambiente de trabajo segregado, mediante la     influencia astuta de Miguelito Valdés la agrupación sirvió de trampolín a     dos figuras centrales de lo que fue en realidad un movimiento de gran     orgullo negro, un movimiento que transformó la música cubana de manera     irreversible puesto que su era más grandiosa estaba a punto de comenzar.     Arsenio Rodríguez y Luciano “Chano” Pozo, profundas fuentes de     tradición afrocubana, eran compositores populares de primera línea. Aunque     ellos no podían tocar con Casino de la Playa en público, Casino grabó sus     composiciones (“Bruca Manigua” y “Blen Blen Blen,”     respectivamente). Después del éxito de “Babalú” grabado por     Casino en 1939, (copiado después por Desi Arnaz), Miguelito Valdés se     convirtió en una súper estrella. Sacasas y Valdés se fueron a los EEUU en abril de 1940, donde las     reglas sindicales obligaron a Sacasas a esperar seis meses antes de     encontrar trabajo.  Sin embargo, los sindicatos de los músicos no contemplaban a     los cantantes, con lo cual Miguelito Valdés se apareció un día en el ensayo     de la orquesta de Xavier Cugat —la gran orquestra latina más famosa,     conocida en todo el país por las transmisiones radiales de costa a costa y     su aparición en varias películas. El cantante y maraquero era Catalino     Rolón (tío de René López). López recuerda a su tío diciendo que “tan     pronto como vi a ese hombre solté mis maracas, porque sabía que nadie en el     planeta podía cantar como ese tipo, y que mis días estaban contados”. Por ese     entonces Mario Bauzá estaba a punto de poner en práctica su visión de una     banda novedosa que vincularía la música afrocubana y el jazz. Bauzá, quien     había venido de La Habana en el mismo barco que Don Azpiazu y la Havana     Casino Orquestra, se unió a la orquestra de Chick Webb en 1937 y después de     algún tiempo pasó a ser su director musical. Pero antes tenía algunos     deberes que cumplir. El escritor Robert     Palmer, en su importante artículo de 1988 “La conexión cubana”,     citó a Bauzá al recordar que Webb le decía: “‘ya tienes casi     todo lo que necesitas para tocar la primera trompeta para mí… pero     pronuncias tus frases como un cubano’. Esa fue la palabra que usó:     pronuncias. ‘Yo te voy a enseñar a pronunciar tus frases como un     negro americano’ me dijo. Eso me permitió analizar las diferencias de     lenguaje entre la música cubana y el jazz”. Mientras estuvo en la     banda de Webb, Bauzá sentó los cimientos para lo que habría de venir, y     convenció a su cuñado Frank “Macho” Grillo de que se mudara del     barrio de Jesús María, en La Habana, para Nueva York. Bauzá se cambió para la banda de Cab Calloway en 1938, y     remplazó a Doc Cheatham en la trompeta. A esta banda —que     representaba el tope en la escala de pago para un músico negro— Bauzá     trajo a John Birks “Dizzy” Gillespie, originario de Carolina     del Sur, primero como suplente y después fijo. Ambos compartían habitación     en las giras; Bauzá contó a Palmer: “Solía quedarme despierto hasta     tarde con Dizzy, y el baterista de la banda, Cozy Cole, solos los tres,     enseñándoles cómo sentir algunos de los ritmos cubanos más sencillos. Dizzy     cantaba los patrones de la percusión con sílabas sin sentidos como     ‘Oop-bop—sh’bam’”. Durante el resto de su     vida Dizzy se referiría a Bauzá como su mentor.     
Tanto Bauzá como Gillespie tenían la visión de cómo crear un     nuevo tipo de jazz que incluyera el ritmo cubano. Bauzá lo logró en 1940,     después de algunos comienzos en falso, con la creación de la banda Machito     and His Afro-Cubans, con su cuñado Macho, ahora con el nombre de Machito,     como vocalista principal y maraquero. La primera banda latina     auto-identificada como negra en la Ciudad de Nueva York, era una banda     “caliente” que sacudió el entorno en una época dominada hasta     entonces por el dulce sonido de sociedad de Xavier Cugat. Sus temas     tuvieron un éxito inmediato dentro de la comunidad latina de Nueva York: “Sopa     de Pichón,” de 1941, utilizaba el mismo e incesante tumbao de tres     acordes que fue fundamental para el rock and roll dos décadas más tarde; el     tumbao se hacía automáticamente en el son cubano pero no en el blues ni en     el jazz.  En marzo de 1942, el joven timbalero puertorriqueño Tito     Puente formó parte de esta banda durante algunos meses, hasta que la marina     estadounidense lo reclutó. El estilo de Tito era agresivo, con más de la     energía de Gene Krupa que del ritmo más sosegado del danzón. Alentado por     Bauzá, quien recordaba     la manera en que Chick Webb apoyaba el sonido metálico de la percusión,     Puente se hace de una nueva manera de tocar los timbales para conducir la     banda, al tiempo que define el papel que ocuparían los timbales     posteriormente.  Machito también fue reclutado en 1943, y para ocupar su lugar     trajeron de Cuba a su hermana, Graciela Pérez. Una veterana de experiencia     que había tocado el bajo en el femenino Septeto Anacaona, de La Habana.     Machito apenas llegó a los seis meses en el ejército y regresó a la banda a     cantar junto con su hermana. Pero en su ausencia la banda había añadido un     nuevo número que se convirtió en su canción emblema: la descarga de Bauzá     “Tanga”, quizá la primera composición que podemos llamar, sin     temor a duda, jazz afrocubano.  Por el año 1944, cuando añadieron a Carlos Vidal en las     congas, Machito and His Afro-Cubans tuvieron una sección de percusión a     tres partes de la cual nunca se había oído: la conga (de la rumba), el     bongó (del son) y los timbales (del danzón), que hoy en día constituye la     percusión estándar de una banda de salsa.  Machito and His Afro-Cubans tuvieron un gran impacto en Nueva     York, pero no tocaron en La Habana, donde sucedían otras cosas. Por     aquellos años Fulgencio Batista era el presidente de Cuba, después de haber     ganado unas elecciones bastante limpias con la ayuda sustancial de una     alianza con el Partido Comunista de Cuba, de una membresía numerosa, cosa     hecha posible a la luz de una alianza en tiempos de guerra entre EEUU y la     URSS. Cuba no participó en la Segunda Guerra Mundial y vendió su producción     azucarera a los EEUU a precios ventajosos, con lo cual, los años de la     guerra en Cuba fueron años de una paz doméstica sin paralelo y con     prosperidad, y una época de oro para la música bailable. Mientras tanto, la     huelga de dos años de la Federación Americana de Músicos que paralizó la     industria discográfica estadounidense dejó un mayor espacio para la música     cubana; la primera discográfica independiente cubana, Panart, se inauguró en 1944, el año en     que terminó la huelga.  El puesto de Anselmo Sacasas en Casino de la Playa lo ocupó el     pianista Dámaso Pérez Prado; sus arreglos disonantes y vertiginosos     parecieron raros a muchos. Sin lograr éxito en Cuba, Pérez Prado vivió un     período breve en Nueva York, donde Catalino Rolón le prestó dinero para que     se fuera a México. Allí alcanzó la fama mundial con un agresivo y novedoso     estilo musical, el mambo.  En Cuba ya se escuchaba un ritmo con el nombre de mambo,     aunque difería considerablemente de la creación de Pérez Prado. Era una     sección de una melodía bailable con un ritmo más fuerte; Arsenio Rodríguez     dice ser el primero en haberlo hecho, aunque él lo llamaba     “diablo” (es probable que la palabra mambo se empleara en Cuba     desde el siglo XVI; significa palabras, canciones, leyes o asunto     importante, y se refiere a las canciones que los practicantes de la     religión Congo cantan cuando realizan su trabajo). Arsenio creció en una casa cubano-congo donde aún se escuchaba     la lengua africana, y sus primeros instrumentos fueron, además de los     tambores, el tingo-talango, la botijuela y la marímbula (una mbira grande     que se usa para hacer el bajo en el son). Su influyente grupo, fundado en     1940, estaba en el punto medio entre un septeto de son y una jazzband, y al     igual que esta última, necesita un arreglista; fue prácticamente el     prototipo de una banda de salsa moderna. El grupo de Arsenio fue la mayor     explosión trasformadora que incorporó cambios que ya tenían lugar en el son     cubano al expandir el septeto y hacerlo un conjunto mediante la adición de una     segunda trompeta, un piano, una conga y una campana (en inglés le restamos     importancia al llamarla cowbell [cencerro], pero en español la palabra     “campana” también significa el campanario de las iglesias).     Este sonido nuevo y fuerte se repasaba en los bailes de barrio. Pero Arsenio nunca insistió en el término “mambo”     como un tipo de música —en realidad, no había ningún paso de baile     que se llamara “mambo” en Cuba— y la palabra comenzó a     asociarse con la música que tocaban las jazzbands y las charangas. La     charanga Antonio Arcaño y sus maravillas había sacado una composición de     Orestes López, el chelista de la orquestra, con el nombre de     “Mambo” en 1938, que ofrecía un nuevo estilo de la línea del     bajo tocado por el hermano de López, Israel, más conocido como     “Cachao”. Luego del éxito de Arsenio, Arcaño añadió las congas     y la campana de metal para satisfacer a los bailadores, pero tampoco le dio     el nombre de mambo sino que lo llamó el “ritmo nuevo”, que no     grabó hasta 1944 (y no grabó el “Mambo” de López hasta 1951,     después del éxito de Pérez Prado). Bebo     Valdés me dijo que “la música cubana antes de Cachao tenía     contratiempo pero no síncopa”. Cachao le dio un toque más jazzístico     a su forma de tocar, acentuando los compases débiles, para convertirse,     posiblemente, en el bajista más influyente del siglo XX. Su legado se     encuentra en todas partes — en la salsa, el funk, y el Latin jazz.     Incluye, por ejemplo, el “Chanchulló” cuyo tumbao se hace más     conocido por la versión que hiciera Tito Puente en 1962, “Oye como     va”, que se convirtió en un hit ganador de múltiples discos de     platino en 1970 después de que el ex bailarín del Palladium, Bill Graham,     tocó la grabación de Puente para Carlos Santana. Tanto Arsenio como Arcaño tocaban a diario para la radio en     vivo; en la estación Mil Diez —una estación singular que solo duró     hasta el año 1948 cuando la policía la cerró. La alianza de Batista con los     comunistas permitió a estos la creación de una estación de radio comunista,     y aunque demoraron casi tres años en reunir los 70 000 pesos que hacían     falta para comprar la estación antiguamente conocida como Radio Lavin en la     Mil Diez, en la primavera de 1943, la Mil     Diez, La Estación del Pueblo, inició sus transmisiones. A pesar de que la     Mil Diez vendía tiempo comercial, no atraía a muchos inversionistas. Era un     canal claro internacional, libre de interferencias de transmisiones     competitivas, lo que posibilitaba que se escuchara a largas distancias en     la noche, de manera que todo el Caribe, y más allá, podía sintonizarla,     aunque no transmitía a altas potencias. Independientemente de que las     noticias y las transmisiones sobre política eran fundamentales para la Mil     Diez, parte de sus funciones era difundir una visión nacionalista de la     cultura cubana, por lo que contaba con ambiciosos departamentos de teatro y     música.  El     director musical de la Mil Diez era el pianista, arreglista y compositor     Adolfo Guzmán. Su orquestra era conducida por el violinista y director de     la Orquestra Riverside, Enrique González Mántici, y estaba formada por 16     músicos asalariados que eran acompañados por otros 30 músicos cuando era     necesario. Contaba con todos los recursos sinfónicos, percusión cubana e     incluso dos (a veces cuatro) bandoneístas para la música argentina (que     todavía era muy popular en Cuba a raíz del boom del tango cinematográfico     de los 30). Por tanto, los subgrupos de esta orquestra podían tocar jazz,     música clásica, música bailable cubana o tango. Mientras que las estaciones comerciales, que eran mucho más     populares y mejor financiadas, ofrecían una dieta fuerte de música en vivo;     la Mil Diez tenía pocos patrocinadores y pagaba menos que ellas, pero su     programación era impresionante mírese por donde se mire, y gozaba de un     elenco distinguido de artistas populares con contratos exclusivos. El nuevo     estilo romántico con influencias del jazz conocido como el feeling tenía su     hogar en la Mil Diez, y Celia Cruz se dio a conocer cantando allí. La     transmisión de música en vivo todos los días significaba mucha tinta en el     papel, y había diez arreglistas trabajando para la Mil Diez     simultáneamente, bajo la dirección general de Félix Guerrero, uno de ellos     era el Bebo Valdés.  Los musicólogos de la estación investigaron la olvidada música     cubana del siglo XIX y armaron una biblioteca de partituras y manuscritos,     y brindaron una visión profunda de la música folclórica de varias regiones     de la isla, lo que conllevó entrevistas, grabaciones de estudio y de campo,     así como a conferencias musicológicas. Y a pesar de que el énfasis se hacía     en la cultura cubana, la Mil Diez tenía el programa de jazz más     progresista: las grabaciones de Charlie Parker y Dizzy Gillespie se     conocieron en Cuba por la Mil Diez. Arsenio salía al aire en vivo todas las     tardes a las 5:00 p.m., mientras que Arcaño salía a las 7:00, y ambos     utilizaban estos conciertos de poca paga para promocionar sus apretadas     agendas de bailes.  El grupo     de Arsenio, que con orgullo se identificaba como negro, hizo más que nadie     por la re-africanización de la música cubana, en ese primer momento cuando     era posible hacerlo desde el punto de vista político y social. Pero el     compositor, percusionista, cantante y bailarín Chano Pozo, que había sido     limpiabotas en La Habana, llevó esa profunda esencia afrocubana a Nueva York     y con ella revolucionó el jazz. En respuesta al deseo de Dizzy Gillespie de incluir “uno     de esos tomtoms” en su banda, (según su propio recuerdo) Mario Bauzá     lo presentó a Chano Pozo. Durante años los escritores del jazz han     considerado esta colaboración de Dizzy con Chano Pozo como una excéntrica     actividad suplementaria a su línea de trabajo; sin embargo, Robert Palmer,     quien lo entrevistó en varias ocasiones, insistió en que Dizzy lo     consideraba como lo más importante que había hecho. Divinamente, ninguno     hablaba el idioma del otro, pero hablaban africano, como solía decir Chano,     y conectaban estas dos tradiciones diferentes mediante su arte.  A pesar de que el sonido del jazz como se tocaba en La Habana     durante esa época está prácticamente indocumentado, resulta evidente que     Chano podía hacer lo que hacía con Dizzy porque ya tocaba jazz en Cuba     antes de llegar a Nueva York. Había descifrado cómo tocar las congas (que     en Cuba se tocan con un ritmo más lineal) de manera que funcionaran en el     jazz (saltándose golpes para no estrangular el swing). Casi todo lo relacionado con Chano sorprendía al público     estadounidense. He aquí un hombre negro hablando español (una revelación     para muchos), tocando percusión con sus manos. Según nos explica Fernando     Ortiz, durante siglos el tambor “bueno” —es decir,     “el blanco”— se tocaba con palos, y el “malo”     o “negro”, con las manos. Para muchos cubanos Chano     representaba una imagen vergonzosa de una sociedad delincuente, y algunas     personas en los EEUU tampoco consideraban favorable su conducta musical, lo     veían como un paso atrás para la imagen de la cultura negra. (John Lewis,     por ejemplo, no hizo ningún intento por disimular su desprecio por esta     música). Chano Pozo trajo precisamente la imagen directa de África tal y     como se había mantenido viva en Cuba, donde hasta el día de hoy los     creyentes practican     religiones ancestrales —no una, sino varias— en lenguas ancestrales, con     tambores ancestrales.  Con el profesionalismo de un artista de club     nocturno, evidente confianza en sí mismo y derroche de carisma, Chano Pozo     inventó un papel de solista para la tumbadora muy parecido a como Lionel     Hampton tocaba los vibráfonos, o Coleman Hawkins tocaba el saxo tenor, o     Tito Puentes, los timbales. Una versión diferente de esa percusión ya se     conocía en el público estadounidense puesto que había sido popularizada por     Desi Arnaz (el primer cubano residente de Miami que logró escalar en el     negocio de la música) como parte de “conga line”, una versión     de salón del baile callejero de Santiago de Cuba. Pero fue Chano quien     tocaba el instrumento sentado en un círculo de trabajo, a la manera que se     hacía en la rumba, la grandiosa música callejera afrocubana de Matanzas y     La Habana, y lo sacó al frente, tocándolo con una voz individual en temas de     jazz que marchaban a la vanguardia. También Chano, quien era una estrella     de las comparsas callejeras de La Habana, compuso temas irresistibles que     repetían incesantes refranes pegajosos, de alarde popular, como lo haría     luego la música pop en EEUU, cuyas letras a menudo cantaban sílabas de     percusión o un lenguaje africano.  Al     principio los músicos de Dizzy no podían seguir a Chano, pero él los     enseñó. Robert Palmer citó a George Russell: “Nos llamaba al orden,     le daba un ritmo a Al McKibbon para que lo tocara, y después hacía que los     otros pusieran ritmos diferentes arriba de ese. Nos enseñaba cómo los     patrones que son sencillos por separado pueden combinarse en complejas     estructuras entrelazadas”. Y les enseñó la manera de poner el peso en     el cuatro y, las últimas dos corcheas del compás. “En algunos     temas… no estaba claro dónde estaba ‘uno’”,     recuerda Gillespie. “Los músicos americanos siempre saben dónde está     ‘uno’, porque tienen a alguien diciendo ch, ch, ch,     ch…”4. En vivo, el tema “Manteca” podía llegar a los     cuarenta y cinco minutos. Al traer la manera cubana de hacer las cosas,     Chano importó una significativa innovación estructural:     “Manteca” era un ciclo repetitivo de un acorde, pero como las     composiciones de un compás sin estructura de canción aún era parte del     futuro del jazz, Dizzy insistió en una sección “B”, que     cambiaba al walking del bajo que era más familiar. (Chano estaba por     delante de su tiempo: su tema “Guarachi Guaro” de un acorde,     fue un hit en 1964 cuando Cal Tjader lo reinventó como “Soul     Sauce”).  Con Dizzy y con Chano comenzó un gran período, poco señalado,     de experimentación rítmica en la música afro-americana, al tiempo que una     nueva generación de percusionistas encontraban innumerables maneras de     hibridar lo afrocubano con el jazz. Al ya no ser solo marcadores del     tiempo, estos percusionistas —Kenny Clarke, Max Roach, Art Blakey y     otros— eran participantes activos del discurso musical, con una     inspiración cada vez más afro-céntrica que reconocía la complejidad de la     percusión afrocubana.  El bebop hubiera sido inimaginable sin esta colaboración.     Intrínseco a este nuevo estilo del bebop existía un concepto diferente de     la línea del bajo. Mario Bauzá dijo a Robert Palmer que “antes de que     ellos comenzaran a escucharnos a nosotros en los 1940s, todos los bajistas     americanos no tocaban nada que no fuera dum-dum-dum, 1-2-3-4-, el walking     del bajo. Entonces escucharon los tumbaos cubanos que Cachao tocaba y     empezaron a hacer da-da-dat —pausa— ¡da-dat! ¡Da-da-dat!     —pausa— ¡da-dat! y así pasó también con los percusionistas     americanos”. Eso podría sonar un poco interesado, no obstante Dizzy lo respaldó:     “Me di cuenta de que los bajistas [latinos] tocaban unas figuras de     ostinato cortas e irregulares. A principios de la década del 40 escribí “Night     in Tunisia” que fue la primera melodía en nuestra música con el tipo     de ostinatos de bajo que tocaban los cubanos”.  “Manteca” fue la grabación más     vendida de Dizzy. Ningún músico de ese ritmo que emergía, ni del blues,     desconocía el trabajo de Chano con Dizzy; en realidad, la palabra     “rhythm” en la frase “rhythm and blues” fue un     reconocimiento a la importancia de la música latina, que se asociaba con el     ritmo y el baile.  El     nuevo estilo de blues eléctrico o electric blues en Chicago hizo gran uso     de un tiempo de “rumba” que apareció en los discos de Howlin     Wolf y Muddy Waters, T-Bone Walker añadió una conga a su banda. Los     experimentos de afro-americanos asimilando elementos cubanos (los primeros     hits de Chuck Berry y Bo Diddley hacían uso extensivo de las maracas)     ofrecerían un vocabulario básico para el rock and roll,     que por el tiempo de la Invasión Británica en la década de los 60 casi     nunca hacía galas del tiempo swing, sino que estaba casi por completo en     corcheas consecutivas, recurriendo a una valija latinoide de artefactos     rítmicos. Cada noche se podía escuchar a Machito and His Afro-Cubans en     vivo por la WOR. Pero el contacto entre las dos grandes tradiciones en los     40 y 50 no sucedió meramente por escuchar discos o sintonizar la radio. Los     salones de bailes de los hoteles tenían la rutina de contratar una     orquestra latina y otra “americana”; las Latin bands se     alternaban en el escenario con las bandas de música bailable tanto blancas     como negras, que no se hubieran alternado entre sí. Las múltiples     fotografías de las marquesinas y los anuncios de las décadas 40 y 50, que     mostraban a Machito en los carteles con una u otra estrella de jazz nos     indican el grado de innovación que tenía lugar en ese tiempo y lugar     compactos y musicalmente activos.  La primera aparición del jazz latino en un contexto formal fue     en 1947, cuando Stan Kenton, un admirador importante de la música latina,     apareció en un anuncio publicitario junto a Machito en el Town Hall. Por     aquellos tiempos, los bailes latinos habituales ocurrían en un lugar     llamado Alma Dance Studios, en la Ave. 53 y Broadway, que se abrió     nuevamente en 1950 bajo el nombre del Palladium. Considerado quizá como el     salón de baile más legendario del Nueva York del siglo XX, atraía a un     público mixto: latinos, afro-americanos, judíos, italianos, y a una nueva     generación de futuros bailadores y meneadores.  Mil novecientos     cuarenta y siete fue también el año en que Machito grabó el “Afro-Cuban     Jazz Suite” con Charlie Parker, un trabajo que incluía varios movimientos     realizado por el trompetista Arturo “Chico” O’Farrill, un     arreglista cubano que había llegado a Nueva York dos años antes y que había     marcado su huella por su trabajo con Benny Goodman. O´Farrill se veía a sí     mismo como un jazzista, y también estudió composición en Juilliard con     Stefan Wolpe; en los EEUU llegó a hacer suya la música cubana con la que     había crecido, y creó una nueva forma de escribir música cubana para     conjuntos de gran tamaño. Durante un tiempo trabajó como arreglista en el     anonimato, componiendo para otros (Gil Fuller, Quincy Jones, y muchos más)     y escribió muchos éxitos para Count Basie. En la década de 1990, su banda     protagonizó un resurgimiento y tocaba todos los domingos por la noche en     Birdland, y a pesar de que Chico murió en el año 2001, su banda continúa     bajo la dirección inspirada de su hijo, el pianista y compositor Arturo     O´Farrill. Dámaso Pérez Prado, pianista cubano que había escuchado a Stan     Kenton, cambió la música popular en 1949 cuando su abrasadora orquesta trajo     el mambo a la atención de todo el mundo hispánico, principalmente luego de     ponerlo en las bandas sonoras de las películas melodramáticas mexicanas en     blanco y negro que a menudo protagonizaban sensuales actrices cubanas. Sin     embargo, cuatro años antes del exitazo de Pérez Prado, Tito Rodríguez cantó     “El rey del mambo” en 1945 junto con el director cubano José     Curbelo en Nueva York.  Por     mucho, el mambo fue un fenómeno más grande en Nueva York de lo que alguna     vez lo fue en Cuba. Con sus pasos, sonido y trayectoria propios, estaba     estrechamente vinculado al jazz. Las estrellas principales de la era del     mambo en el Palladium fueron Machito y dos portorriqueños: Tito Rodríguez     (de Santurce, Puerto Rico) y Tito Puente (nacido en el Harlem Hospital). La     banda de Rodríguez era la favorita de los bailadores (especialmente en los     años de “Mama Güela”, 1959) en tanto que el grupo de Puente fue     esencial para el desarrollo del Latin Jazz. Si el Latin Jazz había sido algo previamente creado por los     cubanos en un contexto afro-americano, esta nueva versión era más bien una     creación de latinos que habían crecido en los EEUU. Tito Puentes, que era     lo que se llamaría posteriormente un Nuyorican, nació en 1923, más o menos     por la misma época en que nació el vecindario puertorriqueño al este de     Harlem conocido como “El Barrio”. La primera estrella de la     música latina de habla inglesa, Puente creó un repertorio vasto que combinó     el ritmo cubano con una big band de protagonismo percusivo. En los tiempos     anteriores a la amplificación, este era el sonido más alto y agresivo de     los alrededores y se asociaba con la excitación física. Con su sección de     cinco saxos tocando guajeos (figuras de ritmo repetitivas), el mambo     polirritmizó la jazzband — como después el funk polirritmizaría al     combo de r&b y las máquinas de percusión programables empleando los     sonidos sintéticos de la conga, el bongó, y la campana polirritmizarían los     discos de baile.  El mambo     era un espacio para el baile competitivo, donde los bailarines virtuosos     hacían alarde de sus movimientos. Pero del mambo salió una reacción: el     sencillo chachachá, que se vanagloriaba por su simple paso de     uno-dos-cha-cha-chá que cualquier pareja podía bailar. Despegando de La     Habana en 1953 con “La Engañadora” de Enrique Jorrín, el     chachachá logró una duradera popularidad mundial y se convirtió en una     plantilla básica para el rock and roll de los 50 y 60. (cf. “Louie     Louie,” la versión de la “La Bamba”, de Ritchie Valens,     “Duke of Earl,” “Satisfaction,” y muchas más.) Entretanto Cachao, que ya había revolucionado la música     cubana, lo hacía de nuevo en 1957 al grabar un álbum de descargas — o     lo que en el jazz se llama “head charts”, sin arreglos     escritos. Distribuido por Panart, la primera discográfica independiente     cubana, Cuban Jam Sessions in Miniature no fue la primera grabación de     descargas (Bebo Valdés lo había logrado en 1952 en “Con Poco     Coco,” aunque pudiera discutirse por “Tanga”), pero sí la     que logró el mayor éxito. A pesar de que las descargas de Cachao no sonaban     al jazz que tocaban los afro-americanos, tenían mucho que ver con el     espíritu de levántate-y-hazlo que el jazz había creado y estilizado.  Para ese entonces, la música cubana ya era parte de la     corriente musical dominante, el tema “Cherry Pink and Apple Blossom White”     de Pérez Prado ocupó el #1 en la lista de éxitos del Billboard durante     nueve semanas en 1955. Cincuenta millones de televidentes escuchaban cada     semana la canción I Love Lucy de Marco Rizo, en tanto que el director     musical de Jack Paar en el show Tonight era José Melis. La Revolución     Cubana no fue solo una ruptura política sino cultural. Después de la     llegada del mambo, el chachachá y la pachanga en 1959, los nuevos bailes     dejaron de llegar. La imagen de Cuba, anteriormente omnipresente en los     EEUU, cayó en el hueco de la memoria para las generaciones futuras. No     obstante, la música permaneció al haber infiltrado por completo la manera     de tocar estadounidense. Cuando Ricky Ricardo dio paso a Fidel Castro como     la imagen mediática de Cuba, la nueva generación musical no sabía     necesariamente que la valija de trucos musicales a la que ellos acudían (o     los músicos de estudio que interpretaban su música) vino de Cuba, pero     igual acudían a ella.5 Una generación     de percusionistas negros cubanos que tocaba percusión con las manos y que     había llegado a los EEUU a raíz del éxito electrizante de Chano Pozo estaba     logrando una enorme influencia en numerosas regiones del país: Armando     Peraza (quien se asentó en San Francisco a principios de la década del 50 y     se dio a conocer al público por su trabajo con Cal Tjader y todos los años     que trabajó junto con George Shearing), Carlos “Patato” Valdés,     el prolífico Candido Camero, Francisco Aguabella, Julito Collazo (cuya     influencia principal fue en la transmisión de la música sacra afrocubana),     y especialmente Mongo Santamaría, quien hizo mucho más que los demás,     después de Chano Pozo, para que la tumbadora se convirtiera en un     instrumento conocido en los EEUU. Luego de llegar de manera definitiva a los EEUU en 1950, Mongo     siempre estaba presente donde ocurrían los acontecimientos trascendentales     en relación con la música latina. A la altura de la primera ola de     popularidad del mambo, se fue de gira con Pérez Prado (y casi murió en un     accidente del autobús donde viajaba la banda). Sus primeras grabaciones     fueron álbumes de percusión —en el negocio de las disqueras eso era vanguardista—. Comenzó     con un disco de diez pulgadas titulado Tambores     Afrocubanos, en 1953; y dos años después grabó el álbum de larga     duración Changó (también distribuido con el título Drums and Chants),     nombrado en honor al orisha yoruba del trueno, los tambores y la     masculinidad. También tocó en el súper aclamado grupo de Tito Puente,     manteniéndolo en la onda de lo que acontecía en Cuba; a esta agrupación     trajo a su amigo Willie Bobo para que tocara el bongó. Mongo y Bobo se     unieron a Cal Tjader in 1957, donde tocaban para públicos diez veces más     grandes. El puesto de Mongo en la banda de Tito pasó al puertorriqueño de     Nueva Yérsey, Ray Barreto, quien comenzaría su propia agrupación en unos     años.  Durante     el tiempo que estuvo con Tjader, Mongo grabó álbumes con su propio nombre,     incluido Yambú, así llamado por uno de los estilos de rumba, y en 1959 debutó     su composición “Afro Blue”, que fuera grabada cuatro años     después por John Coltrane. En 1960, un año después de que Fidel Castro     entrara victorioso a La Habana, Mongo fue a Cuba con Willie Bobo para     grabar Our Man in Havana. Al año siguiente, dejó a Tjader y comenzó a     dirigir una charanga, con la que grabó cinco álbumes antes de comenzar un     combo con base de metales. Con la entrada del trompetista y arreglista     Marty Sheller, la banda de Mongo encontró su director. Tocaban     cualquier cosa desde Latin-jazz blues pasando por la rumba y el chachachá     hasta la samba brasileña, e hicieron el primer álbum en los EEUU de la diva     cubana, La Lupe. “Watermelon Man”, el hit que definió la carrera de     Mongo llegó a su repertorio una noche de 1962 cuando Herbie Hancock     sustituyó al pianista de Mongo, el joven Armando “Chick” Corea.     Para sorpresa de todos, este blues de 12 compases de Hancock más la conga     de Mongo de repente electrificó la pista de baile en un concierto que tuvo     lugar en un súper club del Bronx. En la grabación, el arreglo de los     metales de Sheller, con su inflexión funky de la primera nota, lo llevó a     la cima. Salió a principios de 1963, justo a tiempo para un nuevo     florecimiento de la expresión musical afro-americana que incorporaría los     instrumentos de percusión afrocubanos con más disposición que nunca. (Trate     de imaginar el tema “Ain’t Too Proud to Beg,”, de Los     Temptations, sin las congas).  Durante     el resto de la década del 60, Mongo hizo su fortuna tocando en los clubes de     jazz para el público negro. Necesitaba la radio negra, de manera que siguió     una formula comercial para sus grabaciones que proporcionaban a las     melodías del soul un sabor latino. Todos los que escuchaban la radio negra     oían esas grabaciones. Esta melodía cruzada del Latin-soul que Mongo     desarrolló junto a Bernard “Pretty” Purdie fue posteriormente     simplificada hasta convertirse en un prototipo de la música disco. No     obstante, Mongo continuó haciendo discos que en su totalidad contienen una     variedad de música latina sin paralelos. En Nueva York, se había cortado el cordón umbilical a Cuba     (frase de Eddie Palmieri) y ya los portorriqueños habían dado el paso al     frente. Hace algunos años, yo escuché a Eddie Palmieri decir en el     escenario del Blue Note: “Estaba el mambo, y después estaba el     chachachá, y después estaba la pachanga, y después no había na”. Eso     era una acotación irónica, por supuesto: lo que estaba después de la     pachanga era precisamente Eddie Palmieri; su orquesta “La     Perfecta,” fundada en 1961, definió una era con su singular sonido de     charanga más dos trombones. El grupo de Ray Barreto, fundado el mismo año     que el de Palmieri, tuvo un gran hit con “El Watusi”. Ninguno     de estos dos grupos hacía jazz, puesto que ese término se popularizó a     principios de los 60. Pero tampoco dejaba de ser jazz. Andaba mucho por la     tradición de los días en que el jazz era una música bailable. Los músicos     entrenados en el jazz que conocían el ritmo latino podían descargar tan     fácilmente en un tumbao cubano como en el blues, porque el son cubano se     creó para la descarga, y por otra parte existía un rico repertorio de     breaks y llamados del baterista con los cuales estructurar la descarga.  Un inconfundible Latin jazz se hacía cada vez más visible en     la Ciudad de Nueva York, donde coexistía, en 1970, con un movimiento     popular y altamente comercial que re-enmarcó y concedió mayor importancia a     la música cubana pre revolucionaria, este movimiento se dio a conocer como     “salsa”. Durante los años del boom de la salsa, esta fue la     música bailable más jazzística de los alrededores. El mayor número de     músicos de este movimiento musical pan-latino provenía de Puerto Rico, y     esta música originaria de Cuba se convirtió en una declaración de la     identidad portorriqueña, otro capítulo en la compleja historia de lo que el     maestro plenero Marcial Reyes llamó “música puertorriqueña con motivo     de son”. A la larga, la salsa arribó en la Cuba de los 70 como una     importación, donde su influencia rejuveneció la música cubana al     reconectarla con su propia tradición. Pero mientras tanto otros sucesos     tenían lugar en Cuba.  Con el cese posrevolucionario de las relaciones entre Cuba y     los EEUU, no solo la RCA y otras compañías discográficas dejaron de operar     en Cuba; las discográficas cubanas independientes, que habían prosperado en     la década del 50 vendiendo discos a un ansioso mercado musical, fueron     nacionalizadas y se incorporaron a la compañía estatal EGREM (los     televidentes estadounidenses pudieron ver el viejo estudio Panart, ocupado     por la EGREM en la película Buena Vista Social Club). Al tiempo que los     equipos fueron envejeciendo sin posibilidad de ser remplazados, ingenieros,     empresarios, y un número de músicos se fueron en una fuga de cerebros, y     los social clubes y los inmensos salones de baile     cerraron o sirvieron a otros propósitos; había que crear una nueva música     cubana.  El nuevo gobierno cubano hizo énfasis en la educación y estaba     ansioso por demostrar que podía producir artistas de talla mundial, fue así     que inauguró la Escuela Nacional de Arte en los predios del antiguo Country     Club. Los músicos sinfónicos que se habían ido fueron remplazados por     virtuosos de la Europa oriental que tenían el deber de interpretar música y     enseñar; enseñaron a los jóvenes negros cubanos a interpretar Mozart. El     hecho de que estos estudiantes tocaran música bailable cubana o jazz no era     bien visto, pero ellos lo hacían de todos modos. Una generación de músicos     bien dotada e increíblemente sofisticada emergió, con conocimientos de     música clásica, jazz, música popular cubana y del repertorio religioso     afrocubano. El gobierno cubano además llegó a crear una escuela de     superación profesional donde los músicos activos ya en mitad de su carrera     que no tuvieran una formación musical legítima podía ponerse al día en sus     estudios; y fomentó también la formación de conjuntos amateurs, que en     ocasiones eran bastante buenos. El GRES (Grupo de Experimentación Sonora),     fundado en 1969, producía las bandas sonoras para la nueva industria     cinematográfica cubana y funcionaba como una suerte de gabinete estratégico     para una nueva corriente musical bajo la dirección del guitarrista Leo     Brower, donde los trovadores, comprometidos políticamente, recibieron una     instrucción musical formal impartida por los mejores maestros de Cuba y     contaron con un equipo formidable de músicos que en varios ocasiones     incluyó al pianista Emiliano Salvador (1951–1992), el bajista Eduardo     Ramos, el percusionista Ignacio Berroa (ahora residente de Nueva York), el     guitarrista Martín Rojas y el saxofonista Carlos Averhoff (ambos en Miami     ahora), y muchos otros.  En la medida que el aislamiento revolucionario de Cuba se hizo     más tangible, una atmósfera cultural represiva limitó por un tiempo las     opciones estilísticas de los músicos y los convirtió en competentes     polemistas. La música del patio prosperó pero el jazz y el rock no eran     bien vistos y se consideraban extranjerizantes. Entretanto, a pesar de que     la práctica religiosa no era ventajosa para nadie en un Estado oficialmente     ateísta, el gobierno cubano hizo espacio para la música religiosa     afrocubana al considerarla como folclore. Fue entonces un toque de     genialidad que el percusionista Oscar Valdés y otros miembros del recién     formado grupo Irakere anunciaran su estilo al aparato cultural estatal como     una manifestación afrocubana en lugar de una música inspirada en el     extranjero. Al hacerlo, crearon algo de un valor imperecedero: una nueva     manera de combinar el jazz con la música de las raíces afrocubanas.  En sus inicios Irakere estaba formado por varios miembros de     la Orquesta Cubana de Música Moderna, una big band retro dirigida por     Armando Romeu, quien previamente había sido director de orquestra en el     Tropicana. Contaba con algunos de los músicos de más alto nivel en Cuba, y     su director musical era el pianista Jesús “Chucho” Valdés, hijo del     pianista Bebo Valdés (quien se había marchado definitivamente de Cuba en     1960). Con una educación sistemática en el jazz, la música clásica, la     historia de la música cubana, y con un profundo conocimiento de las formas     populares afrocubanas y la música religiosa, Chucho Valdés se convertiría,     sencillamente, en la figura prominente del jazz cubano     posrevolucionario.   Irakere, al igual que algunas otras bandas     del mundo latino, trató de mantener una identidad dual de música bailable y     jazz afrocubano, con algo de tensión entre las dos tendencias. Se ganó la     atención del público cubano en 1973 con un tema bailable electrizante:     “Bacalao con pan”. Este tema fue el Libro de Génesis del     todavía por llegar movimiento de timba, que veinte años después dominaría     la música bailable cubana. Con Chucho Valdés en el teclado, la sección de     los metales en la grabación consta en su totalidad de Arturo Sandoval y     Paquito d´Rivera, quienes logran un poderoso riff en la manera que pudieran     hacerlo cinco metales juntos. Irakere atraía a la multitud en los bailes     populares, pero también creaba un repertorio con composiciones más     orientadas al jazz.  La     primera apertura diplomática, y la más significativa hasta la fecha, de los     Estados Unidos a Cuba desde el triunfo revolucionario ocurrió bajo el     Presidente Carter en 1978. Para Irakere aquello significó un contrato con     la discográfica CBS, ganar un Grammy y tocar en una combinación singular     con Stephen Stills en una gira nacional por los EEUU. En los años 80, cuando     ocurrió el éxodo del Mariel y el gobierno de Ronald Reagan puso nuevamente     fin a las relaciones, Irakere ya estaba en el mapa de la música     internacional, a pesar de que la versión completa de la banda no volvería a     tocar en los EEUU. “Para mí, Chucho realmente comenzó a     tocar jazz afrocubano cuando se fue de Irakere y formó sus agrupaciones más     pequeñas”, afirma René López, productor musical de Chucho en ese     período de transición. Chucho me comentó que una conversación que tuvo con     Joe Zawinul lo instó a hacer un cambio crucial en su carrera. “La     banda es genial, ¡pero tienes que tocar más piano!”, le dijo Zawinul     en los conciertos de descarga Havana Jam que trajo a Weather Report y a     otros artistas de la compañía Columbia Records a Cuba en marzo de 1979,     durante el deshielo diplomático temporal de la era de Carter. Chucho se     encontró de nuevo con Zawinul en 1997, en un festival en Martinica donde     Chucho estaba trabajando con Roy Hargrove y su grupo Crisol. “¿Qué     estás haciendo ahora?”, le preguntó Zawinul. “Tocando con Roy     Hargrove, y todavía tengo a Irakere”, dijo Chucho. “¡Toca tú!     ¡Tú! ¡Trío! ¡Cuarteto!”, le gritó Zawinul. “Aquello me     provocó”, comenta Chucho. “Trabajé con Irakere durante     veinticinco años, pero me di cuenta de que no estaba tocando el piano.     Estaba escribiendo y dirigiendo. Había puesto el piano en un segundo     lugar”.  Durante décadas, al igual que los músicos cubanos venían a     Nueva York, sucedía muchas veces que los músicos que ya estaban     familiarizados tanto con la música cubana como con el jazz eran los     portorriqueños, quienes en muchos casos habían aprendido a hablar el inglés     de los negros estadounidenses al vivir en los barrios de negros y latinos.     Los portorriqueños estaban bien concentrados en la Ciudad de Nueva York y     no abundaban en el resto del país y ejercieron una influencia sustancial en     la música de Nueva York que se hizo sentir en todas partes, principalmente     debido al estatus de Nueva York como centro de transmisiones, y a menudo     por segundas manos (por ejemplo, mediante la naturaleza latinoide del Brill     Building pop influenciado por el Palladium). Los portorriqueños transitaban estas dos grandes tradiciones     con gran fluidez. Participaron en cada fase del desarrollo del jazz en la     Ciudad de Nueva York a partir de James Reese Europe en adelante, y en el     último trimestre del siglo XX existía un núcleo poderoso de músicos portorriqueños     en Nueva York, descargando y trabajando en una variedad de contextos     cualquier día de la semana.  Si se quisiera elegir un álbum para dar respuesta a la     pregunta “¿qué es el Latin Jazz?”, pudiera ser el álbum Rumba     para Monk de 1989. Los hermanos González, el trompetista / conguero Jerry y     el bajista Andy, crecieron tocando con igual facilidad el jazz y el son, o     ambos a la vez. Trabajaron un año con Dizzy Gillespie antes de pasar a     tocar con Eddie Palmieri. Fueron relevantes para el pionero Grupo     Folklórico y Experimental Nuevayorquino, y se hicieron parte integral del     Conjunto Libre de Manny Oquendo, del que Andy fue director musical. A principios     de los 80s, Jerry González y la Fort Apache Band, con Andy en el bajo,     integraron las dos grandes tradiciones en una música, al producir entre     otros títulos “Rumba para Monk”, que hizo sonar la melodía de     Thelonius Monk como si siempre hubiese llevado congas. Después del     estrellato de Fort Apache en el importante documental de Fernando Trueba,     Calle 54 (2000), Jerry González se mudó a Madrid, donde vive en la     actualidad colaborando con músicos españoles e internacionales, y continúa     tocando en los conciertos de Fort Apache.  Algunos músicos cubanos llegaron a los EEUU con el éxodo del     Mariel, y a pesar de que la entrante administración de Reagan recrudeció     las restricciones contra Cuba a principios de 1981, algunos de los cambios     de la apertura de la era de Carter permanecieron en lugar —entre     ellos, la visita de familiares, una “sección de intereses     especial” (en lugar de una embajada) y la idea de que se había     establecido un contacto musical limitado entre Cuba y los EEUU.  Individuos de Norteamérica crearon lazos con     Cuba. La saxofonista canadiense Jane Bunnet, junto a su esposo el     trompetista Larry Cramer, realizaron una buena labor para llamar la     atención norteamericana sobre los músicos cubanos. El hecho de ser canadiense     permitía legalmente que Bunnet y Cramer contrataran músicos cubanos, acto     que hubiese constituido delito para un director estadounidense. Cuando este     escritor conoció a Bunnet y Cramer (en mi ya mencionada visita a Cuba de     1990), ellos a su vez me presentaron al difunto Guillermo Barreto y su     esposa, la cantante Mercedita Valdés (a quien desafortunadamente EEUU le     negó la visa para cantar en Nueva York con Yoruba Andabo en 1993, y murió     tres años después sin haber realizado el viaje). Entre     1992 y 2003, incrementándose considerablemente después de 1996, una     relajada política de viajes permitió un contacto musical significativo     entre músicos de los EEUU y Cuba. Casi todos los músicos cubanos     importantes vinieron a tocar en los EEUU y viceversa, especialmente los     músicos de jazz. En un artículo para el World Policy Journal, escribí: “Por     el 2001, podía sentirse la diferencia en La Habana… [Y] en Nueva     York, la influencia de los cubanos se hacía sentir en la música de la     ciudad. Las colaboraciones prosperaron a pesar de las arcanas prohibiciones     legales. Creció la amistad. La gente se enamoró y se casó, y se vieron con     familias en los dos países. Los artistas estaban siendo los primeros en     llevar a cabo la labor de unir las dos sociedades sobre la base del respeto     mutuo; les ofreció una visión de lo posible si el mundo fuera     normal”. La región de Bay Area en particular tuvo una comunidad     afrocubana relevante. El conjunto Machete Ensemble de John Santos (fundado en     1985) constituyó una fuerza importante en el establecimiento del vínculo     musical entre Cuba y EEUU; la pianista de esta región, Rebeca Mauleón, con     quién también me encontré en La Habana en enero de 1990, se ha destacado     como músico, escritora y maestra; el percusionista Michael Spiro, que ha     viajado a Cuba a partir del 1984, es también otra figura fundamental. Durante     la década de 1990, muchos músicos se han marchado de Cuba para probar sus     habilidades en el mundo, y comunidades de Norteamérica, América Latina,     Europa y Japón cuentan ahora con virtuosos cubanos que viven en ellas.     Dentro de los músicos cubanos que vinieron a vivir a los EEUU a principios     de los 90 tenemos a Arturo Sandoval, Horacio “El Negro”     Hernández, y Gonzalo Rubalcaba, pero muchos otros les siguieron. Decir los     nombres sería injusto puesto que son demasiados para nombrar, pero para     darles una idea, una lista corta incluiría al saxofonista Yosvany Terry,     los pianistas Omar Sosa (ahora vive en España después de vivir varios años     en Bay Area), Elio Villafranca, Osmany Paredes, Manuel Valera, Hilario     Durán (quien vive en Toronto), y Alfredo Rodríguez, los bajistas Carlitos     del Puerto y Yunior Terry, y los percusionistas Dafnis Prieto, Jimmy Branly     y Francisco Mela. En Nueva York y en los demás lugares, se han unido a     prósperas comunidades de músicos provenientes de casi todas partes, con un     núcleo bien desarrollado de artistas cuyos nombres no cabrían en este     artículo. He estado hablando mayormente de Cuba y Puerto Rico, pero el     jazz es el sector más internacional de la música latina: como se demuestra     en el documental Calle 54, en casi todos los países del mundo latino     podemos encontrar solistas de talla mundial. En Nueva York estos se     encuentran y coinciden en las bandas; siempre ha sido relativamente extraño     ver una banda en Nueva York con artistas de una sola nacionalidad. El     número de músicos de primer nivel en el presente —no solo virtuosos     del instrumento, sino músicos pensantes con una perspectiva cultural bien     desarrollada— es impresionante. Fíjese en el septeto de Eddie     Palmieri Afro-Caribbean Jazz Septet con Brian Lynch en la trompeta; o la     Afro-Latin Jazz Orchestra de Arturo O’Farrill; o Michel Camilo, o     Danilo Pérez, o el tejano que creció en Los Ángeles, Poncho Sánchez, cuando     vienen de visita; o los Seis del Solar cuando descargan en los clubs como     grupo instrumental; o la bigband de Bobby Sanabria cuando toca el FB     Lounge; o la descarga habitual de Pedrito Martínez en el restaurante     Guantanamera de Nueva York. Baste decir que este escritor cree que el Latin     jazz se encuentra en un momento muy bueno en la actualidad.  Por otra parte, hoy en día todos los países latinoamericanos     experimentan una jazzificación totalmente desarrollada de su propia música     afro-latina. En Nueva York tenemos —solo para mencionar algunos     ejemplos— el conjunto Ensemble Venezuela de Edward Simon; y     trabajando el estilo colombiano, el Folklore Urbano de Pablo Mayor, o el     percusionista Samuel Torres; por el lado de Puerto Rico, la bomba-jazz de     los Pirates and Troubadours de Papo Vázquez, mientras Miguel Zenón     incorpora percusionistas de Los Pleneros de la  21 a su grupo Esta Plena;     y Guillermo Klein, quien regresó a sus Buenos Aires después de pasar años     en Nueva York. Ellos y muchos otros han continuado la proliferación de los     recursos instrumentales y rítmicos del jazz “empleando sus     conocimientos y su amor por el jazz y sus credenciales en el jazz —al     decir de René López— y no solo tocando la música nativa de sus     países, sino también incorporando al jazz los instrumentos de su música     nativa. Ellos incorporan elementos de su folclore y de su música popular en     su interpretación de lo que es el jazz. Y yo creo que es un jazz     revitalizado”.  A     finales de 2003, el gobierno de George W. Bush puso fin a la apertura, y     entre los años 2004 y finales del 2009 ningún músico cubano recibió visas     para tocar en los EEUU. Ahora se restableció el contacto nuevamente y una     nueva generación de músicos ha surgido en Cuba, a la espera de ser     escuchados. Ese chico que vi en el ensayo de Irakere en 1990 ahora deberá de tener unos 25 años y probablemente esté     tocando. Estas reflexiones fueron encomendadas por el Jazz at     Lincoln Center para ofrecer una perspectiva histórica, social y     musicológica respecto de sus presentaciones en La Habana y la colaboración     con Chucho Valdés en octubre de 2010. Fue escrito por Ned Sublette a     petición de René López de conformidad con más de 20 años de conversaciones entre los dos. El     desarrollo narrativo fue determinado por López. El contenido se sustenta en     investigaciones de ambos, y el texto final quedó aprobado por los dos.     También incluye el material que aparece previamente en el libro de Sublette     Cuba y su música: de los primeros     tambores al mambo (Chicago Review Press).  Notas: 1. Al menos así fue como     Thomas Brothers interpretó la inasistencia de Armstrong en su libro Louis Armstrong’s New Orleáns. 
 
2.     Thomas Brothers, Louis Armstrong’s New Orleans, 55. 
 
3. Acosta, Leonardo. “Interinfluencias y     confluencias entre los músicos de Cuba y los EEUU” http://www.herencialatina.com/Leo_Acosta/Leonardo.htm. 
 
4. Entrevista incluida en Chano Pozo: El Tambor de Cuba (Tumbao), CD 3. 
 
5. Acerca de la influencia cubana en el rock and roll, vea mi artículo     “The Kingsmen and the Cha-cha-chá” en Listen Again: A Momentary     History of Pop Music (ed. Eric Weisbard, Duke University Press)  | 
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